Después de la dura decisión de huir de la miseria y la violencia de El Salvador para encontrar trabajo y refugio en los EEUU, el sueño de Óscar Martínez y de su hija Angie Valeria, de casi dos años, se truncó en las aguas del río Bravo, la frontera natural entre México y EEUU. La imagen de los dos cadáveres en la orilla es el nuevo símbolo de la desesperación y el dolor, como lo fue la de Aylan en una playa turca. Solo un ejemplo, sin embargo, del drama que viven miles de ciudadanos centroamericanos que han muerto en el intento de llegar a una tierra prometida que, con las políticas antiinmigratorias de Trump, se ha convertido, como nunca, en un trágico final del viaje. Los que consiguen atravesar o bien son devueltos a México, gracias al chantaje de los aranceles impuesto por el presidente estadounidense, o bien recalan en centros de detención en Texas, donde viven hacinados en unas condiciones lúgubres e insalubres, en jaulas abarrotadas y sin el más mínimo respeto por la dignidad humana. Casos como el centro de Clint, cerca de El Paso, con menores de edad que sufren un trato vejatorio, inhumano, claman al cielo de la justicia y exigen un posicionamiento contundente de la comunidad internacional. Las perspectivas no son halagüeñas, pero deberían existir foros donde pasar de la conmoción a la acción para parar esta catástrofe humanitaria.