Se cumplen 50 años de los incidentes de Stonewall, el barrio de Nueva York donde nació el movimiento LGTBI. Fue un detonante que empezó a finiquitar la invisibilidad y la clandestinidad del colectivo, que reivindicó sus derechos a partir del concepto del orgullo. Es decir, no solo la lucha por la dignidad y por la diversidad sexual y de género, sino la entronización en la vida pública de una voluntad explícita de visualización de aquello que era marginal. El Pride ha puesto de manifiesto nuevamente la vitalidad del movimiento, con diversos actos festivos, sin olvidar la radicalidad política, justo en unos momentos muy difíciles, con el auge de una extrema derecha que amenaza con recortar unos derechos adquiridos con esfuerzo y sufrimiento. Una posición firme que plantea preguntas sobre la decisión de excluir a quienes contemporizan con la homofobia pero se suman al desfile. ¿Denuncia legítima de una posición inconsecuente o un gesto innecesariamente excluyente? En el otro lado de la balanza, los sectores más combativos del movimiento han criticado el capitalismo rosa, la asunción de la imagen LGTBI como un reclamo superficial y consumista, sin adentrarse en el fondo. Entre el espectáculo y la reivindicación, el Día del Orgullo sigue siendo necesario e imprescindible para recordar que esta sociedad entiende como irrenunciables unos logros que deben defenderse día a día.