La primera fase de la vacunación contra la covid-19 ha reportado, después de la inicial euforia, buenas y malas noticias. Entre las primeras, la práctica extensión de la vacuna a todas las residencias de ancianos con una reducción notabilísima de los contagios (un 55%) y, por ende, de la mortalidad. Este grupo prioritario, junto con el de los sanitarios de primera línea, ha sido el primer beneficiado de la operación conjunta llevada a cabo por la Unión Europea con una inversión de 2.900 millones de euros para proveerse de unos 2.300 millones de dosis a través de contratos con seis farmacéuticas. Entre las malas noticias, sin embargo, debemos anotar tanto el retraso en la producción y distribución de los antígenos (Pfizer anunció que no se regularizará hasta mediados de febrero y AstraZeneca solo se comprometió a entregar una cuarta parte de las vacunas previstas en el primer trimestre) como el gravísimo conflicto institucional de la UE con las farmacéuticas y otros países implicados, como Reino Unido, a raíz de la opacidad de los contratos firmados y de la responsabilidad de cada agente en el asunto.

Las iniciales previsiones de tener vacunado a un 70% de la población a finales del verano parecen a estas alturas un reto difícil de conseguir, si no se acelera el proceso de manera decidida. La UE, en un momento en que la aparición de variantes y mutaciones del virus también pone en duda el porcentaje de efectividad de las vacunas, solo ha suministrado las dosis a una media de un 2,5% de la población. Con el ritmo actual, los expertos calculan que se tardarían tres años en llegar al umbral deseado, aunque se confía en que una mayor velocidad en el suministro podría suponer la vacunación de un 50% de la ciudadanía durante el tercer trimestre del año.

Después de haberse prácticamente completado la primera fase, el inicio de la segunda implica un desafío aún mayor que, además, se complica a causa de dos factores. El ya consabido retraso (de las vacunas de Moderna, por ejemplo) y la falta de dosis (según los cálculos se necesitarían 5 millones) se juntan con la necesidad de elaborar un plan estratégico que no solamente tenga en cuenta a los grupos que ahora son prioritarios (servicios esenciales con alto riesgo de exposición al virus, grandes dependientes y de edad avanzada, población vulnerable en general, enfermos crónicos), sino que también valore la llegada y las características de las distintas vacunas, recomendadas para franjas distintas de población.

Los objetivos (que descienda la mortalidad en los más vulnerables, que disminuya la carga asistencial, que se consiga finalmente la inmunidad de grupo) no son solo básicos para normalizar el problema sanitario, sino también para establecer cuanto antes las condiciones para la recuperación económica. Todo ello, claro, a expensas del suministro de las dosis en los tiempos y las condiciones adecuadas y urgentes.