En la elección presidencial de mañana en Estados Unidos está en juego la continuidad o no del desmantelamiento de las grandes convenciones políticas, así en el plano interior como en el exterior, promovido por Donald Trump durante los últimos cuatro años. Nunca desde el final de la segunda guerra mundial ha tenido tanto calado la cita con las urnas porque ningún otro presidente ha provocado una doble crisis tan profunda, ocupada la Casa Blanca en ahondar en la división radical de la sociedad estadounidense y en calentar las relaciones internacionales al buscar permanentemente la confrontación con China, aguijonear a los aliados con una agresividad desconocida y mantener una extraña relación de amor-odio con Rusia. Por no hablar de sus obsesiones y desplantes: Irán, la gestión de los flujos migratorios, la negación sin fundamento de la emergencia climática y, finalmente, su desastroso comportamiento político a propósito de la pandemia.

Todo esto está en juego en las urnas y el restablecimiento de aquello por lo que, con más o menos continuidad, se ha caracterizado EEUU: el equilibrio institucional y el régimen de libertades. En resumen, los principios esenciales característicos de una vieja democracia, sometida a los zarandeos de quien objetivamente se ha convertido en la referencia mundial de la extrema derecha. Porque la crisis social que sacude a Estados Unidos de parte a parte, la activación de un racismo que nunca desapareció y la imposibilidad de concertar políticas concretas con el Partido Demócrata es fruto de un sesgo ultraconservador cada vez más impetuoso y sometido a decisiones imprevisibles.

Es difícil que la superación de la herencia de los últimos cuatro años tenga la profundidad que algunos anhelan. Primero, porque, de salir derrotado, Trump seguramente pondrá en marcha un mecanismo de judicialización del escrutinio de muy largo recorrido y con el Tribunal Supremo a su favor. Segundo, porque solo con las dos cámaras del Congreso de su parte dispondrá Joe Biden de una auténtica libertad de maniobra. Tercero, porque el saneamiento de la trama de intereses que heredará la nueva Casa Blanca obligará a una política permanente de pactos con el pasado. Y aun así, aunque Biden prometa poco más que el restablecimiento de la sensatez, quizá con esto bastaría para limpiar una atmósfera tan emponzoñada y peligrosa para la estabilidad mundial.