La conmemoración de los 20 años de la llegada de Hugo Chávez al poder, con el chavismo y la oposición en la calle, reúne todos los ingredientes de una gran crisis de Estado, con el experimento bolivariano muy herido y sus adversarios apoyados por Estados Unidos, la Unión Europea y el paisaje cambiante de América Latina, de rasgos marcadamente conservadores. El hecho mismo de que en última instancia todo dependa de la decantación del Ejército más que del entusiasmo y el acopio de efectivos de las manifestaciones resalta la gravísima anormalidad del momento, incluso admitiendo que se antoja exagerado el cálculo hecho por el general de la Aviación que se ha puesto a las órdenes de Juan Guaidó, según el cual el 90% de las Fuerzas Armadas son contrarias a la continuidad de Nicolás Maduro. Cuando todas las miradas se dirigen a los cuartos de banderas solo cabe decir que es un hecho la quiebra institucional.

Desde el instante en que Maduro decidió abandonar la lógica de la apariencia democrática seguida por Chávez, el mundo bolivariano se adentró por un sendero que debilitó su legitimidad salvo para la izquierda dogmática, que aún hoy apela al principio de no injerencia para desacreditar la movilización interior y exterior, la exigencia de elecciones y el rescate del país de la pobreza extrema. Ni siquiera las amenazas dirigidas a Maduro desde Estados Unidos sirven para negar que la población venezolana es víctima de un desastre económico, social y político que justifica el poder de convocatoria de la oposición, apuntalada estratégicamente desde el exterior. Una situación que explica de forma elocuente la inesperada capacidad de Guaidó, un diputado poco conocido, de encabezar la protesta y llenar la calle con igual o mayor efectividad que el chavismo.

La pretensión del Gobierno venezolano de afectar cierta normalidad en mitad de la borrasca no deja de ser a la vez paradójico y sintomático del descalabro, y así sucede que el Ejecutivo aprueba una ley para alumbrar el petro, una criptomoneda cuya valor futuro se desconoce, mientras el país vive inmerso en una economía de mera subsistencia en el mejor de los casos. Es esa una realidad indiscutible y acuciante que el aparato de propaganda del régimen no puede encubrir, que se agudiza a cada día que pasa y que acaso será decisivo en el desenlace de la larga tragedia en curso.