Un cuarto de siglo después de la matanza de tutsis en Ruanda a manos de la mayoría hutu sigue sin saberse a ciencia cierta quiénes manipularon o se aprovecharon del conflicto, a qué intereses respondió el retraimiento de la comunidad internacional para contener el genocidio y hasta qué punto todo se debió a la herencia dejada por el colonialismo belga, que descoyuntó los equilibrios sociales. Más allá de las 800.000 muertes, las 200.000 mujeres violadas y las decenas de miles de desplazados que huyeron del horror de los asesinatos a machetazos, la memoria de lo sucedido resulta insuficiente para aclarar qué resortes se activaron para desencadenar la violencia vesánica que siguió a la muerte del presidente Juvénal Habyarimana, cuyo avión fue abatido por un misil se dice que disparado por el Frente Patriótico Ruandés (tutsi), y aun quién movía los hilos de la organización. Tampoco se ha podido discernir quién anduvo detrás de la facción hutu más radicalizada, que aprovechó el caos para aniquilar a sus adversarios políticos de la misma etnia, pero no hay duda de que en medio de la carnicería abundaron las venganzas políticas y las rivalidades entre clanes resueltas a sangre y fuego. Pudiera parecer hoy que cuanto sucedió no se volverá a repetir, conmovidos los espíritus por el recuerdo de la tragedia, pero las riquezas que atesora el subsuelo de la región, la opacidad del poder y la acción de los codiciosos son una mezcla explosiva que llena de riesgos el futuro.