Con una implacable arrogancia política y enfrentándose a prácticamente toda la comunidad educativa, el Gobierno del PP sacó adelante en el 2014 la ley orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), también conocida como ley Wert por el nombre del ministro que la impulsó. Cuatro años después, la normativa que ampulosamente se presentó como el remedio para frenar las altas tasas de fracaso escolar, homogenizar contenidos y, de paso, ayudar a «españolizar a los estudiantes catalanes», como llegó a decir su promotor, ha demostrado todas las incapacidades que se le suponían desde su nacimiento cuando fue recibida como una «ley ideológica y pedagógicamente nefasta». La LOMCE no ha podido desarrollar ni siquiera algunas de sus medidas estrella, como las reválidas que debían superar los alumnos al final de primaria, de la ESO y de bachillerato, o la segregación de los estudiantes a los 15 años según su rendimiento académico. Solo la Religión mantiene vivos los privilegios ideológicos que la norma le concedió.

Este fracaso de la que es la séptima ley de educación de la democracia obliga a acelerar el proceso de elaboración de un pacto de Estado sobre la enseñanza que nazca con vocación de mantenerse firme e independiente de los periódicos vaivenes partidistas.