Sin la conjunción entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, posiblemente Podemos no hubiera sido un éxito tan inesperado como necesario en las elecciones europeas del 2014. Necesario porque galvanizó la indignación social con la manera como los partidos tradicionales, en este caso específicamente el PSOE, habían gestionado la crisis financiera en el 2008. Podemos llevó las consignas desde las calles y las redes a las instituciones, dando respuesta a la necesaria representatividad de los diputados y las diputadas. E inesperado porque se fraguó al ritmo que suceden las cosas en la sociedad digital. Las denominadas confluencias son exactamente eso, tradiciones más o menos arraigadas durante décadas a la izquierda el PSOE, incluida la de Izquierda Unida, y nuevos movimientos sociales muy focalizados en temas de interés: el feminismo, el anticapitalismo, el pacifismo, etcétera. El punto de encuentro de todas esas sensibilidades es y sigue siendo hoy la personalidad de Pablo Iglesias con todas sus virtudes (la locuacidad, la claridad y la estrategia) y también con todos sus defectos (el cesarismo, el tacticismo y alguna dosis de narcisismo). Pocos se han opuesto desde hace cinco años a Iglesias, tanto por la eficacia de su liderazgo como por la incapacidad para ponerse de acuerdo entre sensibilidades tan distintas.

Errejón ha sido siempre el alter ego de Iglesias por su serenidad, por su mente analítica, por su tendencia al reformismo y por su inclinación a dejarse querer desde fuera del partido. Muchos, en las antípodas o en las vecindades ideológicas, señalaron a Errejón como el interlocutor válido. El resultado de esa dinámica no fue un tándem complementario como el que forjaron en su día Felipe González y Alfonso Guerra sino una confrontación que acabó ganando Iglesias en la asamblea llamada de Vistalegre 2. El mal resultado en Andalucía y la fórmula con la que el partido se presentará a las elecciones municipales y autonómicas en Madrid han consumado ahora la ruptura. El juguete parece roto, pero Iglesias ha demostrado en más de una ocasión que se crece en situaciones adversas. Con todo, el peligro es evidente porque tradicionalmente en España la fragmentación de la izquierda tiene un efecto contrario al que se produce cuando se escinde la derecha. En el primer caso induce a la desmovilización y en el segundo a la multiplicación del voto. Mal asunto. Y más espacio disponible para Pedro Sánchez si sus barones no sucumben a los nervios.