En la balanza que mide la conveniencia de aplicar, en estos momentos en España, la semana laboral de 32 horas, o de cuatro días, hay argumentos a favor y en contra, muchos de ellos de peso y dignos de ser escuchados. Sin embargo, antes de saber de qué lado se decanta la balanza hay que ver en qué platillo ponemos la productividad. No es lo mismo una empresa que decide que sus empleados trabajen menos horas a la semana (cobrando igual que antes), pero que gracias a una mejor organización o a implementaciones tecnológicas sigue produciendo lo mismo, que otra en la que la reducción de jornada de su plantilla suponga una caída de la producción. En el primer caso, hay una mejora de la productividad.

No así en el segundo, donde la compañía tendrá que, o bien compensar este descenso de producción contratando a más personal o bien asumir una pérdida de competitividad en el mercado. Este escenario es el que presentan los detractores de la semana de 32 horas: el inevitable aumento de los costes laborales que debería asumir el empresario en una coyuntura económica muy complicada por la pandemia. Los partidarios de la reducción horaria, sin embargo, no lo consideran ni mucho menos algo tan negativo, si se tiene en cuenta lo que implicaría en creación y redistribución del empleo. Las discrepancias en torno a este tema también existen entre los socios de Gobierno -como en otros puntos de la agenda económica-, a tenor de las declaraciones del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, a favor de aplicarla, y del ministro de la Seguridad Social, José Luis Escrivá, más escéptico sobre su viabilidad. Lo que parece claro es que, al menos en un principio, la transición supondrá unos costes, de ahí que el Gobierno vaya a destinar 50 millones de euros de los fondos europeos en un proyecto piloto para incentivar y ayudar a las empresas que quieran aplicarlo, tras el pacto alcanzado con la formación de Íñigo Errejón, Más País, a cambio de su voto favorable al decreto sobre el plan de recuperación.

La productividad es un elemento muy importante, sobre todo en un país que presenta unos niveles inferiores a la media europea. Los españoles trabajan más horas y producen menos que el resto de europeos, y eso es un freno estructural que debe solucionarse. Con más tecnología, más efectividad y un mejor uso de los tiempos de trabajo. Pero siendo la productividad muy importante, no es lo único que debe valorarse aquí. Factores como la calidad de vida, facilitando la conciliación, o como el cuidado del medioambiente (menos desplazamientos, menos consumo energético) también son relevantes, si queremos transitar hacia una nueva economía que sitúe a las personas en el centro. Sin negar las bondades de la semana de 32 horas, esta no debe imponerse sin diálogo social ni tampoco pretender hacerla extensible a todos los sectores de forma homogénea (es especialmente complicado en los servicios). Hay que escuchar todas las posturas y evitar poner en un mayor riesgo a las empresas. Se requiere el consenso y el debate sereno.

Que en otros países de nuestro entorno la reducción horaria también esté en el debate público indica un cambio de mentalidad y nuevas maneras de entender el trabajo. La pandemia ha acelerado estas dinámicas. Como ocurre con el teletrabajo, debemos ser capaces de aceptar las oportunidades que ofrecen, sin abandonar la visión crítica para corregir los aspectos que sean mejorables, pero sin convertirlos en espacios de confrontación.