Los atentados en Manbij (Siria) y en Nairobi (Kenia) confirman los peores presagios acerca de la derrota del Estado Islámico y, al mismo tiempo, subrayan la frivolidad de Donald Trump al dar por concluida la misión de desmantelamiento del EI. Cuantos advirtieron al presidente de que marcharse de Siria es un error deben guardar en la memoria el optimismo de George W. Bush cuando en mayo del 2003 consideró cumplida la misión en Irak, un país que 16 años después sigue transitando por el filo de la navaja. Estos asesores son los mismos sabedores de que a ojos de una parte considerable de la opinión pública es tan indefendible promover la guerra como darla por concluida cuando aún hay pistolas humeantes. Porque la marcha estadounidense de Siria no solo deja a la milicia kurda, administradora de Manbij, a expensas de los designios de Turquía, sino que quizá permita reactivar a los yihadistas en territorio sirio, a los restos de un califato aparentemente agónico, pero que sigue en guerra declarada contra todo el mundo. La dimisión de James Mattis, secretario de Defensa hasta que Trump anunció la retirada de Siria, y la desorientación de los generales ante una decisión extemporánea del comandante en jefe ponen una vez más de manifiesto la incapacidad de la Casa Blanca para tener una visión global de los problemas de seguridad con origen en Oriente Próximo. A no ser que todo se deba en última instancia al aislacionismo y al unilateralismo que tan asiduamente practica el presidente.