David Foster Wallace. El chico prodigioso de la joven narrativa norteamericana. Lo fue gracias a una literatura juguetona, desorbitada, a ratos monstruosa y muy exigente para el lector. Hoy una legión de lectores le lloran y aquellos que no le han hincado el diente a su compleja escritura alcanzan por lo menos a conocer la fama de su mediática figura. Foster Wallace pasó por los estadios de ser el joven escritor de moda, el autor riguroso solo comprometido con su trabajo (una paradoja, si se tiene en cuenta lo anterior) y finalmente, una leyenda que se extiende hasta la soga con la que un 12 de septiembre de 2008 se ahorcó en su casa de Claremont, California, a los 46 años.

Dos libros, Más afuera de Jonathan Franzen (Salamandra / Columna) y Conversaciones con David Foster Wallace (Pálido fuego) devuelven al desaparecido escritor como dos caras de una misma moneda. El libro de Jonathan Franzen --otro autor que bien podría quitarle el cetro a Foster Wallace-- es un conjunto de ensayos en el que destacan dos textos dedicados al que fue su gran amigo. Se trata, por una parte, del responso que leyó en su funeral en el que muestra la incomprensión respecto de la decisión postrera del amigo. Y ahora resulta que el hombre del Medio Oeste atractivo, brillante, gracioso, con una mujer asombrosa y una red de apoyo local magnífica y una magnífica carrera y un magnífico empleo en una magnífica universidad con unos alumnos magníficos, se quitado la vida, y los demás nos quedamos aquí preguntándonos (por citar una frase de La broma infinita ): "A ver tío ¿tú de qué vas?".

El segundo texto, publicado originalmente en el New Yorker y titulado como el libro, Más afuera , es un intento de responder a esta pregunta. Hace referencia a la isla Alejandro Selkirk --antiguamente llamada Masafuera-- la más remota de las que forman el archipiélago chileno de Juan Fernández, a la que tradicionalmente se considera que inspiró a Daniel Defoe para su Robinson Crusoe . Allí llegó Franzen, buscando refugio tras la agotadora gira promocional de su novela Libertad . Parte de las cenizas de Foster Wallace iban con él. La viuda se las dio para que las esparciera en aquel lugar deshabitado y el traslado le sirve a Franzen para desatar su rabia acumulada --se obligó a no profundizar en la muerte del amigo mientras durase el proceso final de Libertad --.

Así estalla: "Yo quería a una persona mentalmente enferma (...) la persona deprimida se quitó la vida para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían". Un año antes de su muerte Wallace abandonó la medicación antidepresiva por temor, quizá, a que mermara su talento en un momento de bloqueo creativo. Franzen reprocha a Wallace que pensara más en la imagen consecuente con sus lectores y menos en sus amigos.

Establecido el diagnóstico y rebobinando, las Conversaciones con David Foster Wallace , devuelven al autor cargado de esperanza desde el principio de su carrera --la cara B de ese sentimiento son sus ataques de ansiedad que se remontan a la adolescencia-- a través de una veintena de entrevistas a partir de 1987. La depresión inaugural, inicio de otras que incluirían antidepresivos y electroshoks, le llegó poco después mientras daba clases en Harvard, universidad a la que tuvo que renunciar para internarse unos días en un psiquiátrico. Entonces confesaba que para él escribir ficción era, a riesgo de sonar pretencioso: "Lo más cerca posible que podamos estar nunca de la inmortalidad".

Eran los tiempos en que los entrevistadores le describían como un niño tímido, gradullón, desaliñado, sin afeitar, con pañuelo en la cabeza. Un "sabetodo en rehabilitación" de mente asombrosa. Los textos repasan sus libros de ficción en especial la descomunal y grunge La broma infinita y los de no ficción --Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer --, que fue un excelente revulsivo para el periodismo norteamericano. Pero, sobre todo, le retratan con sus certezas y sus indecisiones. Así desarrolla teorías sobre el arte, motivos que aparecen una y otra vez en sus libros y desvela poco, muy poco, de su intimidad.

Su yo profundo se filtra en algunos destellos luminosos. Como en su análisis de la tele --una de sus pasiones desde niño--, que, según él, es para el espectador el "facsímil de una relación sin el esfuerzo de una relación verdadera" y está relacionado con la angustia frente a la soledad.

Más emocionante es percibir su faceta profética cuando, obligado a dar un consejo a los jóvenes autores, traza la radiografía de sus temores: "Esperemos no tener 55 años y estar haciendo lo mismo. Diría que evitéis quemaros. Podéis quemaros al luchar en medio de la privación y el desamparo durante muchos años, pero también podéis quemaros si se os presta atención". Inevitable no pensar en Wallace leyendo a su ídolo Kurt Cobain y diciendo, como recuerda Franzen, que la muerte por propia mano satisfaría su "despreciable afán de promoción".