TAtnnomia', último espectáculo de la compañía extremeña Arán Dramática, es una admirable producción de teatro comprometido --reflejo genuino del teatro político propuesto por Piscator, Brecht, Weiss --que sorprende por su calidad literaria, su eficacia dramática y su vigorosa demanda de actuales contenidos que vengan a sustituir los anquilosados esquemas culturales de la sociedad establecida. Se estrenó en septiembre en Madrid, en la Sala Princesa del Teatro María Guerrero (programada por el Centro Dramático Nacional), permaneciendo en cartel durante un mes con gran éxito de público y crítica. Y este fin de semana en el Teatro López de Ayala, recibiendo encendidos aplausos del público.

'Anomia' (o conjunto de situaciones que derivan de la ausencia de reglas sociales o de su degradación, segú el diccionario), texto escrito y puesto en escena por Eugenio Amaya, es un espectáculo redondo que ilustra con profundidad el enigma de la corrupción tal como ha estado --legalmente-- instalada en el país por el bipartidismo político que nos ha gobernado en este tiempo. Una corrupción que irrumpió con la nefasta burbuja inmobiliaria en la vida política española como la esencia misma de la picaresca: la financiación de los gastos electorales a cambio de la recalificación del suelo del ayuntamiento declarándolo urbanizable.

Amaya pone en foco, sin eufemismos y con valentía, ese teatro concebido como 'arte social' basado en la firme y activa responsabilidad cívica de desenmascarar la doble moral de unos personajes --tomados de la realidad circundante--, bien conocidos por una casta política hipócrita enriquecida durante el proceso, que se aferran con uñas y con dientes a seguir manteniendo sus puestos en las instituciones, con sus parcelas de poder y prebendas (las comisiones que sórdidamente reciben).

El argumento se arma en la soledad de un sótano donde se desata un pulso entre el aparato del partido gobernante y una astuta concejala de Urbanismo que no quiere dejar su puesto de privilegio en las elecciones municipales. --A mí no se me saca de las listas sin que sangre la tierra--, dice Carmen, la concejala. A partir de aquí, el autor/director dibuja magistralmente una lucha de poderes, una ceremonia de dominio entre hipócritas donde lo único que interesa es el resultado de la negociación política. Es la radiografía de la corrupción que se da a modo de singular tragicomedia: Carmen, la protagonista, supera todos los conflictos, pero no con un final feliz honroso sino con el --final feliz-- de culminar su degradación. Una paradoja grotesca dentro del género tragicómico que, oportunamente, mueve a utilizar nuestra capacidad crítica sobre lo alarmante de esta esfera de políticos, que han hundido al país y siguen impunes.

En el montaje, altamente riguroso e inundado de revelaciones al servicio del espectador, Amaya atrapa la excelente atmósfera donde la acción se desarrolla con la precisión de un reloj en la urdimbre enmarañada de pulsiones, miedos, intereses, deseos y miserias que laten en el conjunto de tensas situaciones --en la que se agitan los personajes con un lenguaje de explosiones congeladas de brutal ironía-- de diálogos, pausas y de silencios que logran una gran síntesis de dialéctica y fuerza dramática. Su técnica es depurada en la dirección de actores, donde alcanza cotas muy altas llenando de organicidad sus roles.

En la interpretación, el elenco destaca por su magnífica prestancia. Todos logran de sus papeles un excelso y plausible trabajo. María Luisa Borruel (Carmen) insuperable, seductora, magnética borda su historia corrupta con contenida intensidad dramática, entre la ambición política y la vulnerabilidad familiar. Pablo Bigeriego (Ignacio), compone con gran solvencia escénica su personaje frío, agrio, hábil e interesado del político miembro del aparato encargado de negociar. Cándido Gómez (Arturo) brinda su buen oficio a un personaje débil --el marido de Carmen-- que dice concienzudas verdades, pero termina descolocado y manipulado en medio del delirante ritmo de los acontecimientos. Quino Díez (Nicolás), genial en su papel de alcalde, una marioneta del aparato político que se ha dejado corromper, aunque en soledad se rebela cuando se da cuenta que ha perdido el sentido de su existencia. Y Elías González (Matías), pletórico de facultades dramáticas encarna a un sinuoso joven político con ideales, pero que también intenta trepar sin miramientos.