Raimundo Amador se ríe cuando le digo que hace años que voy por ahí repitiendo una frase suya. La definición más lírica y tierna que he escuchado jamás sobre la felicidad. Para mí, dijo, "la felicidad es llegar a casa y escuchar el pivote de la olla exprés dando vueltas y vueltas". Y sigue siendo así, me confiesa. "Yo no sé de política ni de fútbol. Lo único que sé es tocar la guitarra y hablar de cosas sencillas. De modo que a mí no me preguntes por política porque acabaré metiendo la pata. Los músicos lo que tenemos que hacer es tocar, y el público lo que tiene que hacer es acudir a escuchar a los músicos. Cada uno a lo suyo".

Y no hablamos de política. Ni se me ocurre. Hablamos de su música. Sentado en el pequeño camerino de la sala Freedom Hall de Almendralejo, donde inaugura la temporada de conciertos de invierno, envueltos en humo de tabaco y en olor a bocadillos de urgencias, nos atiende con empaque de patriarca. La sala está llena. Afuera ya hay bullicio de público entregado y ansioso. "Ver una sala cuajadita de gente es lo más grande. No es mi caso, pero sé que hay músicos que lo están pasando mal. Y es que el mundo está resfriado de oídos. La verdad es que todo está ahora un poco resfriado. Habría que educar a la gente con música algo más buena. Lo que suena ahora es muchas veces infumable. Y es una pena, porque hay músicos increíbles".

Le miro mientras habla. Tiene 53 años, muchos discos y nueve nietos, es un pedazo de la historia musical de este país y aún confiesa que se pone nervioso antes de salir a tocar. "Los primeros cinco minutos soy un manojo de nervios. Después ya se me pasa". En esta sala, erizada de voces que ya le reclaman, los nervios no llegarán a tanto.

Hubo un tiempo en que los ayuntamientos endiosaban a músicos que no llegaban a Raimundo ni al primer traste. Los cachés subieron hasta el escándalo. Ahora, por las salas pequeñas donde sobreviven los músicos como pueden y el que arriesga el dinero es el empresario de turno, no se ven, como entonces, alcaldes y concejales a la caza de una foto. Habría que preguntarle a Iker Giménez si ver a un político pagando una entrada es un fenómeno paranormal comparable a ver a un gitano sin primos. Raimundo lo tiene claro: "Son dos cosas difíciles de ver. Eso está bastante peleao. Pero yo en política no me meto. Lo que sí es verdad es que los tiempos cambian. Fíjate, yo llevo viniendo a tocar a Extremadura desde niño. Nos traía mi padre a la romería de los Remedios. Y hasta eso ha cambiado. Con tanto gitano evangélico ya ni se consiente el culto a las imágenes ni nada. Yo soy más tradicional. Yo creo en el Gran Poder".

Quizá a Extremadura viniera con aquella primera guitarra de cartón de color rojo y con vaqueros pintados en blanco que su padre le regaló en Rota. "Esa guitarra fue el inicio de todo. Mira que hace años que se rompió. Era de cartón. Pero para mí es como si pudiera verla todavía". Quiero suponer que el primer acorde es como el primer beso, que te deja marcas en la memoria. Raimundo deja colgada en el aire una sonrisa que es un parapeto contra la melancolía. "Lo que más me gusta del mundo es tocar, pero también disfruto cantando y escribiendo mis canciones. Cuando la letra no sale, no me empeño: se la encargo a un profesional que me la haga, y punto", señala.

Tocar con un maestro

Hay voces que ya le reclaman fuera. Nos levantamos del sofá y nos estrechamos las manos. Pero yo no me resigno a marcharme sin hablarle de su relación con B.B. King y eso que dice de que si Raimundo fuera americano estaría considerado de los mejores guitarristas del mundo. "Yo no sé si eso será verdad o no, pero lo que sí te puedo decir es que en España se me trata distinto después de haber tocado con B.B. King. Lo noté el mismo día, en el aeropuerto. La gente me miraba de otra manera y me pedían más autógrafos". ¿No será que somos un poco bobos y necesitamos que los de fuera nos señalen con el dedo a nuestros propios ídolos? "Yo de política no hablo. Pregúntame por lo de la olla exprés".