Lllegamos al 10-N exhaustos y temerosos. Han sido ocho días de campaña verdaderamente destructivos, arrasadores e inclementes para la convivencia. Acudimos a las urnas con tres graves temores: Cataluña es, en términos políticos, tierra quemada; la extrema derecha de Vox es la fuerza con mayores posibilidades de emergencia en esta convocatoria electoral, y el escenario previsible tras el escrutinio se adivina tan inmanejable que abre un serio dilema: o un Gobierno de concentración nacional o un gran pacto transversal o unas terceras elecciones que serían constituyentes porque sentenciarían el fracaso del sistema constitucional de 1978.

El levantamiento del velo del secreto de las actuaciones judiciales en la causa penal que se sigue contra miembros de los CDR presuntamente transmutados en terroristas de mayor o menor intensidad y las declaraciones de detenidos que vinculan al presidente de la Generalitat con actos que, en el mejor de los casos serían incívicos, resultan la culminación de más de tres semanas en las que la Cataluña separatista ha transformado los estertores del proceso soberanista en un desafío desprovisto de sus connotaciones «cívicas y pacíficas».

Inhóspita convivencia

Aunque fuese previsible una fortísima reacción a la sentencia del Tribunal Supremo del pasado 14 de octubre, con condenas por sedición, malversación y desobediencia, no pudo pensarse que la violencia callejera fuera amparada dialécticamente -¿y de forma activa?- por las autoridades independentistas. Solo la coordinación policial, Mossos incluidos, ha evitado que el Gobierno tuviera que recurrir a medidas extraordinarias, aunque ha debido forzar la máquina con un decreto ley para desbaratar la república digital catalana sobre cuya constitucionalidad se ciernen sombras de duda.

La visita de la Familia Real para entregar en Barcelona los Premios Princesa de Girona ha ofrecido, además, la medida de la inhóspita convivencia que se ha instalado en Cataluña.

Los puntos de conexión entre todas las versiones del independentismo y la izquierda constitucionalista española, en particular el PSOE y el PSC, se han quebrado y los diputados catalanes que salgan elegidos por los partidos de la secesión (al menos la mitad o más, de los 48 que elige la comunidad autónoma) no formarán parte de la ecuación de la gobernabilidad del Estado. Así pues, se integrarán en los términos del problema, pero no de la solución. En estas horas cruciales, el socialismo que fue apoyado y se apoyó en el separatismo para censurar a Mariano Rajoy e instalar a Pedro Sánchez en la Moncloa, no está ya en condiciones de tantear la más mínima colaboración parlamentaria con sus socios de ocasión en junio del 2018.

Cataluña ha alcanzado los peores registros de calidad democrática: desde la insurrección de sus autoridades hasta el acoso a periodistas y medios de comunicación, pasando por escraches tan infamantes como los que sufrieron Josep Bou, Josep Ramon Bosch y Antonio Castañer, entre otros, el pasado 4 de noviembre. A nivel general, la fuerte emergencia de Vox -si se confirma- se debería a las erradas campañas de todos sus contendientes.

La del PSOE no ha sido precisamente acertada: una exhumación de Franco errada en el tiempo y en la forma (en período preelectoral y con un protocolo ambiguo que para unos representaba una «profanación» y para otros evocaba un «funeral de Estado»); un viaje del presidente del Gobierno en funciones a Barcelona casi de incógnito y con una visibilidad de protección policial inédita, la apertura a Sánchez de un expediente de sanción por la Junta Electoral Central (JEC) y un conflicto con la Fiscalía General del Estado que ha impactado, quizá, en el buen fin de la reclamada extradición de Carles Puigdemont a la justicia belga. Añádase a todo ello la turbiedad del discurso programático socialista y su indefinición estratégica.

En este contexto, la indolencia culpable de los partidos de la derecha (PP y Cs) en refutar el discurso de Santiago Abascal difundido en prime time durante el debate televisivo del pasado lunes (unidas las tres derechas en la Asamblea de Madrid para pedir la ilegalización de los partidos separatistas) y la dilución del espacio electoral de Ciudadanos han sido factores concurrentes para que la derecha iliberal y extrema, disponga de muy altas posibilidades de instalarse con fuerza en el sistema político español.

Discurso corrosivo

Los sucesos de Cataluña y la persistencia del desafío secesionista han ribeteado de verosimilitud el discurso de Vox, que es del todo corrosivo para la integridad constitucional y la convivencia, y que constituye un factor disruptivo en la narrativa democrática española. Si hubiese incidentes en las próximas horas en Cataluña, Vox se dispararía electoralmente.

Sobre la España política española ha cabalgado Othar, el caballo de Atila, rey de los hunos, que por donde pisaba no crecía la hierba. El modelo constitucional sale de estos ocho días de campaña desvencijado, asentado en un terreno yermo, pisoteado brutalmente por el extremismo de las fuerzas más antagónicas -la ultraderecha y el separatismo catalán, igualmente desaforados- porque ambas introducen, además de una fragmentación parlamentaria inmanejable, una hostilidad irreductible, de tal modo que la composición del Congreso de los Diputados apelaría a fórmulas excepcionales (gobiernos de gran coalición, gran pacto transversal) por un periodo de tiempo breve pero eficaz o, alternativamente, a unas terceras elecciones que ya no serían las ordinarias, sino constituyentes porque sentenciarían el fracaso del modelo constitucional de 1978.

Es de temer que se cumplan hoy en las urnas los peores augurios, salvo que una milagrosa consciencia del peligro que acecha prenda en el electorado y altere el pertinaz rumbo de los acontecimientos.