"¿Por qué se pone el casco debajo de las pelotas y no en la cabeza como todo el mundo?". Frente a mí, un alto cargo del Ministerio de Defensa se colocaba unos auriculares poco antes de partir desde Qala-i-Naw hacia Herat en un helicóptero Cougar del Ejército de Tierra. "Prefiero que me revienten la cabeza a vivir sin...", bromeaba. Una frase recogida de Apocalypse Now .

Dos tiradores se apostaban con sus ametralladoras MG-42 en los portones. Gafas de pantalla, casco y cara de tensión. Los periodistas que íbamos con el ministro de Defensa, José Bono, en su visita a las tropas españolas desplegadas en Afganistán participábamos de lo que parecía una ficción. Cuidadosamente me puse un chaleco antibalas y un gran casco que bailaba de lado a lado de mi cabeza.

Así terminaba la preparación del vuelo. La primera fase fue... biodramina y agua. Tras 12 horas de avión entre la Base Aérea de Torrejón de Ardoz y Qala-i-Naw, muchos temían más a sus estómagos que a los talibanes. Y combinaron las pastillas con bolsas de papel.

"¡Eh, compañero! A ver si no te pasas con los virajes y nos llevas con calma, ¿vale? Que hemos tenido un viaje muy movido", sugerí al piloto. El sonrió, me miró y asintió. Ayer, nadie me pudo confirmar si ese chico de unos 30 años, destinado en el Batallón de Helicópteros de Maniobra de El Copero (Sevilla), sigue vivo o si, por desgracia, es uno de los 17 militares que perdieron la vida el pasado martes en un Cougar. Tampoco sé si los otros cuatro tripulantes están sanos, muertos o, simplemente, destrozados anímicamente.

Cuatro aparatos debían transportar a las autoridades, a la cúpula militar y a los periodistas. A mí me tocó el número dos, mi número de la suerte. Espero que también lo fuera para los soldados que nos trasladaron hasta la Base de Apoyo Avanzado (FSB) de Camp Arena.

Un general dio entonces la orden de despegar. Se escondió en su micrófono para decir algo al piloto y se atusó el bigote. "Yo fui uno de los que creó esta unidad. Me siento orgulloso de ellos", comentaba. También intenté hablar con él ayer, pero se encontraba fuera de Madrid.

Con la activación de las hélices llegó la arena, un tornado que lanzaba el polvo sin piedad en todas direcciones, sobre todo hacia un desvencijado Yak-40 soviético que debió de morir hace años en la pista de aterrizaje. Bueno, mejor dicho, en el camino de piedras que hacía las veces de aeropuerto en Qala-i-Naw, una de las ciudades más atrasadas del país.

A escasos metros del convoy que nos escoltó, los lugareños nos contemplaban desde unas colinas que rodeaban el camino. Todos querían ver a la delegación española que había compartido unas horas con las autoridades locales y con los 125 militares de la Brigada de Cazadores de Montaña Aragón I que forman el Equipo de Reconstrucción Provincial. Demasiada agitación para un lugar poco acostumbrado a los extranjeros. Difícil saber dónde acababa la curiosidad y dónde empezaba el rechazo.

Qala-i-Naw desapareció en pocos segundos. Y surgió el desierto. A 100 metros de altura, recorrimos los 160 kilómetros que separan ambas ciudades. El zumbido del rotor era tan fuerte que obligaba a disfrutar del paisaje en silencio. Primero aparecieron las montañas, redondeadas y sin apenas vegetación. Su tono parduzco sólo se veía salpicado por la negrura de las jaimas de los nómadas. Cualquier detalle de color centraba todas las miradas salvo las de los artilleros. Ellos siempre miraban al horizonte.

Mientras escrutaba sus trajes de camuflaje, pensaba en si todo formaba parte de la película dirigida por el alto cargo de Defensa o si la tensión que había mascado en Qala-i-Naw escondía una amenaza real. Intentaba extraer de los testimonios de los militares las palabras que se salían del guión. Y encontré respuestas. "Existen elementos hostiles al Gobierno afgano", me había confirmado un comandante con reticencias.

Ahí comprendí por qué los tiradores no sonreían. "Mira, hay cosas que no podemos contar. Aquí nos han atacado y está el señor de la guerra Ismail Khan, un ministro que trafica con opio a sus anchas. Ahora te distraigo con lo de que usamos agua embotellada para lavarnos los dientes", admitiría luego un oficial. Un día más tarde trascendió que el Centro Nacional de Inteligencia dirige misiones antiterroristas en la zona. Pero nadie habla de eso.

De repente, un vergel se comió las montañas. Los restos del oasis sobre el que se construyó Herat hace 5.000 años seguían llenos de vida. Pero dejaron de nuevo paso al Desierto de la Muerte cuando nos aproximamos a la FSB, donde se encuentran 850 soldados.

"¡Enhorabuena! ¡No ha caído nadie en el viaje! No se ha notado que era un vuelo táctico", felicité al piloto. "He sido bueno", dijo con ironía. Entonces me quité el chaleco y el casco y vi mi camisa empapada.

El pasado martes me di cuenta de que aquel vuelo no era una aventura de película, sino un trayecto tan incierto como el que llevó a los soldados a la muerte. Pero con una diferencia: nosotros volábamos a 100 metros de altura; ellos lo hacían solos y a 10 metros de la realidad, sea cual sea.