El atentado del pasado 30 de diciembre en Barajas ha echado por tierra el proceso de paz y ha sepultado las opciones de Batasuna de consolidar un proyecto político autónomo. Salvo que la izquierda aberzale sorprenda con un desmarque de la violencia etarra, la legalización es una quimera con las elecciones municipales a la vuelta de la esquina. Por si fuera poco, los tribunales deberán decidir en las próximas semanas sobre casos de gran envergadura, como el que juzga a la cúpula de Batasuna por presunta integración en banda armada. La fuerza ilegalizada se verá más sola que nunca, con un futuro sombrío y sin credibilidad.

Los nueve meses de alto el fuego han permitido comprobar la nula independencia de Batasuna respecto a ETA, lo que llevó al presidente del PNV, Josu Jon Imaz, a declarar que Arnaldo Otegi y compañía han sido "interlocutores inútiles" y que las conversaciones de los últimos meses perdían todo valor por haberse mantenido con quienes no tenían capacidad de decisión.

Si se tiene en cuenta que el PNV se ha enfrentado a los tribunales para defender el diálogo con el mundo radical, se puede comprender el hastío que ha provocado la ruptura del alto el fuego y el silencio de Batasuna.

La rueda de prensa del pasado sábado, en la que Otegi apareció respaldado por los principales dirigentes de Batasuna, fue enormemente reveladora. No admitieron preguntas para eludir condenas, y todos sus pronunciamientos durante la tregua quedaron sepultados por la explosión. ETA había hablado por ellos. Nadie escuchó las palabras que se les exigían: un rechazo de la acción criminal. Ni un milímetro de distancia respecto a los terroristas.

Si nadie en Batasuna decide pasar por el aro de la legalidad para contar con el respaldo del Gobierno, es previsible que sigan siendo una fuerza proscrita durante años.