La exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos representa un hito indudable en la profundización de la democracia en España. Llega tarde, mal, y en medio de una campaña electoral delirante en la cual la exhumación probablemente será explotada por el partido en el Gobierno que la promovió. Las dos cosas no son contradictorias.

Sin embargo, parece absurdo ahora focalizar la atención sobre quién capitalizará la exhumación, entre otras cosas porque solo ensanchando un poco la mirada se comprobará que la exhumación no llega por sorpresa, sino que se produce después de un largo ciclo de movilización por la memoria democrática liderado por la sociedad civil, que ha empujado a unos partidos políticos reticentes a dar el paso.

En los primeros años de la transición, el compromiso con la verdad y la reparación de los crímenes de la dictadura -que incluye, como no puede ser de otra manera, el ámbito simbólico-, fue extremadamente tímido. Y la larga etapa de los gobiernos socialistas en los años 80 y 90 no mejoró excesivamente las cosas: el espacio dedicado a las políticas de memoria fue muy reducido. Sobre todo, se limitó a la esfera individual: el grueso de políticas de reparación estuvo pensado para indemnizar a los presos de la dictadura. Quienes suplieron en muchos casos la inacción de los gobiernos fueron los ayuntamientos, que se preocuparon por dignificar espacios, cambiar nombres de calles y organizar dinámicas de recuperación de memoria. Como declararía el mismo Felipe González en el 2001, la falta de iniciativa por parte de los gobiernos centrales fue una opción consciente, por lo tanto, política: «Nosotros, los españoles, de acuerdo con los límites que creíamos tener, quisimos superar el pasado sin remover los viejos rescoldos, bajo los cuales seguía habiendo fuego».

Pero mientras González hacía estas declaraciones, muchas cosas habían cambiado ya. No solo porque hubo una reacción a un aznarismo cada vez más desacomplejado, sino porque empezaría a empoderarse aquella que el historiador Santos Juliá definió como «la mirada de los nietos». Una sociedad civil más joven y libre de los condicionamientos del pasado: pediría saber, reparar y construir un relato público y reconocido que por fin hiciera justicia para todos aquellos que habían defendido la democracia durante la República y la dictadura. La apertura de la fosa del Bierzo en el 2000 fue solo el inicio. Algunas administraciones autonómicas dieron respuesta, como fue el caso del Memorial Democráticoc impulsado por la Generalitat durante el tripartito. Y finalmente, el Gobierno de Zapatero también tuvo que mover ficha con la ley de memoria histórica del 2007.

Sin embargo, los instrumentos legales de los que se dispone son frágiles, y sobre todo aún hay partidos que se resisten a situar, discursiva y políticamente, la memoria de la lucha contra el franquismo como elemento básico de nuestra democracia, obviando que, sin esa lucha, esta no existiría. Se trata de una batalla cultural e ideológica larga pero imprescindible. Y, después de la exhumación, quedará aún mucho camino por recorrer.