Cada turno de palabra calculado al segundo; la luz de cada foco medida al milímetro; la temperatura del plató ajustada a la décima. Cruzar el control que daba acceso al pabellón donde ayer tenía lugar el debate entre Rajoy y Zapatero causaba en el visitante la sensación de estar penetrando en un reloj suizo. Todo tasado, todo pactado, todo ensamblado, nada al albur de un según se vaya viendo.

Tanto bombo se le había dado a la cualidad ajustada de su engranaje que, llegado el momento, había dos formas de asistir al debate: una, atender a las propuestas de los contendientes y buscar al vencedor según su discurso. Dos: acechar el momento en el que el aséptico mecanismo saltara por los aires y aflorara ese detalle espontáneo que fulminara el corsé. ¿Tantas horas negociando cada plano servirían para vencer el magnetismo de una sonrisa del telegénico Zapatero o un golpe de mano dialéctico del locuaz Rajoy?

La estampa que ese reloj suizo mostraba por dentro, apenas una hora antes del comienzo del debate, era la del caos. Un paisaje de cables, cámaras, perros antibombas, azafatas y tipos con prisa y móvil pegado a la oreja componía el reverso del mecano que a las diez en punto debía echar a andar con la suavidad de un AVE saliendo de la estación. Primaba el factor televisivo: de la entrada a la sala del debate, todo Ifema era un continuo set de televisión en el que las 29 cadenas acreditadas se situaban a la caza del dato.

El rígido formato de la velada convertía el menor detalle escapado al plan previsto en un evento noticioso. Minutos antes de la llegada de Rajoy, medio centenar de militantes del PP se posicionaron junto a la entrada del recinto para animar a su líder, banderas celestes y megáfonos en mano, ante la mirada de Gabriel Elorriaga, secretario de comunicación del PP. ¿Conato popular? ¿Cheerleader de partido? Tras tener un intercambio de impresiones con la policía, fueron alejados de la puerta hacia la boca del metro, donde Rosa Díez y un puñado de seguidores protestaban "contra el bipartidismo".

Justo a la hora prevista, Rajoy llegaba y posaba con los responsables de la Academia de Televisión. Segundos de tenso silencio. "Estamos haciendo tiempo a ver si coincide con Zapatero", le deja caer un fotógrafo. "¡Está prohibido!", responde Rajoy abriendo mucho los ojos. Con cinco minutos de retraso sobre la hora marcada, Zapatero llegaba franqueado por dos furgonetas de seguridad. Rango obliga. Tras saludar, posa ante los fotógrafos sin dejar de charlar con Campo Vidal. "Se mueve más que los precios", le regaña un fotógrafo. "Todavía no ha empezado el debate ¿eh?", resuelve rápido el candidato.

A esa hora, desde la cabina de realización, que ofrecía una panorámica de primer anfiteatro del plató, el escenario destinado al debate recordaba un ring. Focos y decorado convergían sobre una mesa en forma de cuadrilátero. Tres minutos antes de las diez, según el plan, Campo Vidal, Zapatero y Rajoy, por este orden, entraban al plató y posaban durante 120 segundos ante los fotógrafos. Ni uno más, ni uno menos.

No se hablan, no hay bromas. Rodríguez Zapatero tiende una mano y Rajoy se la estrecha iluminado por los flases. Acaba el saludo y durante un largo minuto los contendientes, firmes a ambos lados del moderador del debate, juegan a dar patadas al suelo como niños que disimulan el nerviosismo. La espontaneidad aguarda.