En 1989, cuando ETA rompió su fugaz tregua al embarrancar las conversaciones de Argel, ni a Felipe González se le ocurrió comparecer en el Congreso ni su principal opositor, Manuel Fraga, le pidió que lo hiciera. En el 2000, cuando la banda volvió a asesinar tras 14 meses de alto el fuego, José María Aznar no puso los pies en la Cámara baja, ni el socialista Joaquín Almunia se lo reclamó. Zapatero, por tanto, romperá hoy una acendrada tradición que exime de control parlamentario los forzosamente discretos contactos del Gobierno con una organización terrorista.

Cierto que Rajoy le exigió que fuera al Congreso, pero solo a Zapatero cabe endosar la decisión de hacerlo, pues en su entorno no han faltado quienes han intentado disuadirle. El ministro Alfredo Pérez Rubalcaba recela de un pleno donde el presidente, obligado a guardar reserva sobre la interlocución con ETA, poco o nada puede revelar, tesis secundada por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, entre otros, en la última reunión de la ejecutiva del PSOE. Zapatero comparte esa opinión, pero ha decidido dar la cara para acallar las críticas del PP y dar fe de su falta de lealtad.