El debate de ayer en el Senado, una las más genuinas expresiones del café para todos sobre el que los artífices de la transición inventaron el Estado de las autonomías con objeto de diluir las aspiraciones de las nacionalidades históricas, no tuvo ni cuerpo, ni aroma, ni excesivo sabor. Ni sirvió para que muchos se mantuvieran despiertos. El tedio se impuso y la cafeína brilló por su ausencia.

La jornada, eso sí, tuvo un sentido especial, al menos para 11 personas. Se trata de las ocho mujeres y los tres hombres que tenían el encargo de traducir simultáneamente las intervenciones en catalán, gallego, euskera y, sí, también en valenciano.

Los profesionales que --con excepciones-- se estrenaron ayer forman parte de una bolsa de 25 traductores que se encargarán de esta labor a partir de ahora: el Senado hablará otras lenguas cuando se reúna la comisión general de las comunidades autónomas, una o dos veces al mes. Bien es cierto que en esos casos sólo trabajarán un par de traductores por lengua, aunque ayer no fueron muchos más los atareados: la clase política les boicoteó considerablemente. Maragall, por ejemplo, insensible a la labor de los especialistas tradujo selectivamente parte de su discurso.

Mucho más contundente fue el lendakari, Juan José Ibarretxe, quien con su ausencia dejó inéditas a las tres traductoras de euskera. Incluso se quedó sin debutar uno de los dos traductores del valenciano: tan breve fue la intervención de Francisco Camps que no superó el turno de 10 minutos tras el cual un traductor es sustituido por otro. Por si fuera poco, los presidentes apenas sí utilizaron los auriculares por los que la traducción se vertía. Cuando Maragall habló en catalán, tiraron de pinganillo el asturiano Vicente Alvarez Areces y el jefe del Ejecutivo de Castilla-La Mancha, José María Barreda. En cuanto al resto, o bien entendía a Maragall o bien no le quería entender.

Leyó Maragall un discurso que no levantó ampollas. Lo había vaticinado un senador catalán horas antes: "Si lee, estaremos tranquilos; el problema es si improvisa". Antes de que interviniera, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, encontró un culpable del lío en el que nos hemos metido : subrayó que la actitud del Ejecutivo de José María Aznar estimuló las ganas de reclamar reformas estatutarias. Zapatero sí levantó una ampolla: cuando citó los proyectos de cambio que han llegado al Congreso olvidó, quien sabe si casualmente, el plan Ibarretxe .

O el senador del PNV Iñaki Anasagasti tenía algo urgente que hacer en el único día en el que el Senado sale por la tele o se enfadó por la omisión. El caso es que abandonó de inmediato el antiguo hemiciclo de la Cámara alta, que ya sólo utilizan los presidentes autonómicos en este día de las lenguas vernáculas.

Quedó claro que el Senado no despierta furor mediático. Ajeno al desaliento y al desánimo, el portavoz de Converg¨ncia en la cámara, Pere Macias, hizo en los pasillos vigorosas declaraciones sobre los discursos de Zapatero y de Maragall. Al hilo de este último, consideró que había quedado clara la necesidad de la existencia de CiU para la defensa de Cataluña. "¿Alguna pregunta?", interrogó Macias a los informadores que le escuchaban. Y entre el silencio, una periodista le lanzó la duda terrible: "¿Usted quién es?"

Los presidentes autonómicos del PP no consiguieron que Zapatero se fuera a almorzar con el estómago revuelto, porque no empezaron a intervenir hasta después de comer. Algo sí le agriaron la merienda. "Ni Murcia ni sus políticos" permitirán muchas alegrías reformistas a Zapatero. Al menos así lo advirtió el presidente murciano, Ramón Luis Valcárcel, quien por evitar que Maragall tenga una bicicleta nueva luchará para que tampoco se la den a él. Sin embargo, lo anunció a la inversa: "No queremos competencias que no deban ser autonómicas, ni permitiremos que se las den a otros".

Por la mañana, una pléyade de tertulianos rodeaban a la presidenta madrileña, Esperanza Aguirre. Uno le aconsejaba no acudir a ninguna conferencia de presidentes ni conciliábulo similar si el PSOE no define antes claramente qué modelo de estado quiere. "¡Pues que buena idea!", exclamó Aguirre.

El gran ausente

Faltó Juan Carlos Rodríguez Ibarra, de quien los populares, los periodistas y algunos socialistas esperaban la sal más gorda del debate. Cuando ya se sabía que la dolencia de Ibarra no era cuestión de vida o muerte, un adversario de Zapatero se preguntó en privado si se puede hablar ya de la maldición de los desafectos: "A ver si el próximo será Guerra".