Ya se sabía que el exlendakari Juan José Ibarretxe se pasaba algunos pueblos con sus atenciones a los etarras presos por acciones terroristas. Se sabía, pero da una cierta tranquilidad que lo considere así el Tribunal Supremo, para que a uno se le quite la duda de si es que el rencor contra los asesinos le ciega la razón.

No se puede decir, desde luego, que ni aun con esas ayudas desmesuradas sea un chollo estar en la cárcel. Porque carecer de libertad es lo peor después de carecer de las vidas que estos tipos quitaron a tanta gente. Pero en todo hay grados. Lo saben muy bien los etarras presos y sus familias. Saben, por ejemplo, que lo peor que les puede pasar es estar recluidos en una cárcel francesa, donde un malhechor de los del tiro en la nuca como ellos no tiene ninguna ventaja sobre otros presos, ni que sus familias tengan ayudas para ir a verles, ni que se les deje tener vis-à-vis con las parejas, ni que les den mejores notas en la universidad.

Ibarretxe razonaba sus ingentes ayudas en función de un espíritu humanitario. Y cuando lo explicaba ponía esa cara de firmeza que componen los débiles cuando carecen de argumentos. A Ibarretxe le pasaba lo que a otros muchos de sus compañeros de partido: por mucho que detesten la violencia, quienes iban a parar al trullo eran patriotas; patriotas equivocados, pero patriotas. Y ahí radicaba la filosofía de la ayuda.

Esa manera de ver las cosas forma parte de una de las almas del PNV (por suerte, hay otras), que es la que considera a las víctimas como "otros", a la manera en que los nazis veían a los judíos o los gitanos. Eran (son) tan "otros" que no se llegaba a percibir su sufrimiento. Para buscar algún ejemplo más cercano, es lo que nos pasa (me acuso) a los partidarios de la fiesta de los toros, que no percibimos el dolor de la bestia. A muchos de los taurófilos nos sucede también que puede cambiarnos la forma de mirar. A una parte de los nacionalistas vascos no les pasa nunca. Buenas personas, ciudadanos ejemplares, pueden mirar un cadáver tendido en el suelo y el llanto de sus familias con la misma distancia que algunos miramos un par de banderillas.

Pero hasta el más acérrimo enemigo de José Tomás sabe que no es lo mismo.