Para que en los años 80 Francia mereciera el apelativo de santuario etarra, se tuvieron que dar dos condiciones: primera, cierta permisividad --el clásico laissez faire, laissez passer -- de las autoridades locales con los etarras, a quienes casi dispensaban trato de refugiados; y segunda, la renuncia de la banda a profanar el templo, a atentar en el país que le daba cobijo. Si París superó hace lustros sus viejos titubeos ante ETA, esta consumó ayer la demolición de su cada vez menos acogedora retaguardia. Porque, pese al carácter fortuito del encuentro que lo precedió, el atentado contra dos guardias civiles en territorio francés confirma que la organización terrorista, en su paranoica huida, ya no conoce siquiera fronteras.

Salvo por algún ajuste de cuentas interno o por la nunca aclarada (ni reivindicada) ejecución de dos policías españoles en 1976, Francia se había librado hasta ahora de la violencia etarra. La banda, no obstante, llevaba meses amagando con extender sus acciones al país vecino. Al inicio del alto el fuego exigió al Elíseo que se aviniera a negociar el futuro del País Vasco francés, recrudeció sus amenazas cuando el proceso de paz agonizaba y, a modo de postrera advertencia, una vez rota la tregua, atentó contra la última edición del Tour, a su paso por Navarra pero muy cerca de la frontera. Y Sarkozy debió captar el mensaje, porque poco después visitaría Bayona para desde allí anunciar una guerra sin cuartel contra los etarras. Quienes, a su vez, ya empezaban a buscarse nueva morada en Portugal.

Que la ETA de las pistolas --no confundir con la cúpula, ahora arrinconada, que con mayor o menor autoridad alumbró el fallido proceso de diálogo-- inaugure esta crepuscular estrategia de tierra quemada solo puede significar que, sabiéndose acorralada y a un paso de la derrota, prefiere hundir sus naves que pactar la capitulación. Irreductible carrera hacia la grapización que, por lo demás, desmiente la teoría, todavía hoy alimentada por el PP y sus aprendices de profetas, de que el Gobierno y ETA, lejos de romper la negociación, se han limitado a posponerla de mutuo acuerdo hasta después de las elecciones de marzo.

Frente a la psicopática deriva de los terroristas, ayer los partidos democráticos parecieron recobrar la lucidez. Socialistas, populares y el resto de grupos parlamentarios lograron por fin aparcar sus rencillas y escenificar la unidad antiterrorista que jamás debieron resquebrajar. Y el martes, tras tantas protestas en las que ETA solo sirvió de pretexto para atacar al Gobierno, los partidos se unirán para plantar cara al enemigo común, que no debiera ser otro que la violencia etarra. Ahora solo falta que cesen las insidias y el uso electoralista del terrorismo. ¿Sabrá Rajoy aplacar a sus huestes?