Sylla, un subsahariano que lleva 18 años recorriendo mercados de abalorios por España, miraba a media mañana a los cientos de turistas que estaban en la avenida Miramar de San Vicente de la Barquera y confiaba en que ayer fuera uno de sus mejores días de ventas cuando un agente de la Guardia Civil se acercó y le dijo que tenía que desalojar el lugar cuanto antes. "No nos han dejado recoger. Todo se ha quedado allá encima", explicaba.

Los comerciantes informales no fueron los únicos perjudicados por el atentado de ETA. Antonio, dueño del restaurante Boga-Boga, uno de los más famosos en la localidad, tenía reservadas todas las mesas de la terraza y el interior de su establecimiento. Ningún cliente llegó a sentarse en ellas. "Primero hemos visto que desalojaban a la gente del mercado y luego a nosotros. Nos han dicho que bajáramos todas las persianas", contaba. Revilla, el presidente cántabro, intentó animar el negocio de los restaurantes sentándose en una de las terrazas vacías a tomar algo. La normalidad regresó pronto a la población, que se dispone a celebrar hoy el Día de Cantabria.

En Ribadesella, sin embargo, nada parecía indicar que una hora antes hubiera explotado una bomba. Las calles se encontraban atestadas de turistas, en su mayoría jóvenes, que acudieron al famoso descenso del río Sella. Había tiendas de campaña emplazadas en los parques y ni un espacio libre para aparcar los vehículos.

Juana María Valle regenta el albergue juvenil situado al lado del Hotel Ribadesella Playa, donde los terroristas colocaron el explosivo. Todos sus huéspedes estaban dormidos, recuperándose de los estragos del día anterior. "En ningún momento hubo sensación de pánico. La gente no se lo ha tomado en serio", explicaba.

En el jardín de su albergue, la adolescente Laura Riesco decía mientras jugaba a las cartas con un grupo de amigos: "¿ETA ha puesto aquí una bomba? ¡No me lo puedo creer! ¡Qué fuerte! ¡Una bomba!".