Ahora que todos los medios procuran erigirse en altavoces de la ciudadanía ante los políticos, y no a la inversa, resultaría excéntrico negar a la jerarquía eclesiástica el incontrovertible derecho a plantear sus demandas a quienes gobernarán el país tras las elecciones generales del 9-M. Incluso, como han hecho otras veces, a recordar a los creyentes los principios morales que pueden tener en cuenta al emitir su voto. Pero el ejercicio de esa libertad de expresión no legitima a los obispos para enfundarse el dorsal de un partido al desaconsejar a los católicos que voten a su adversario.

Este cuatrienio se ha caracterizado por un irrespirable clima de crispación entre derecha e izquierda del que el episcopado, lejos de abstraerse, ha participado con fervor. A fin de demonizar al Gobierno, a los prelados no les han bastado las malas artes de su inquisitorial cadena radiofónica; también han paseado el incensario en manifestaciones con el PP y han oficiado incendiarios actos de masas, tomando las calles como nunca lo habían hecho en tres décadas de democracia. Antes sí, pero más vale olvidar esa parte de la historia.

Con estos precedentes, no sorprende el tono mitinero que ha adquirido la nota de la Conferencia Episcopal ante las elecciones de marzo. Furibunda arenga aprobada, conste en acta, con el nihil obstat de los obispos catalanes, cuyas obras en Madrid no se compadecen con el espíritu moderado que predican, o dicen predicar, en Cataluña.

Lo que clama al cielo, valga la expresión, es que los autores del texto hayan calcado las consignas del Partido Popular respecto al fallido diálogo con la banda terrorista. Puesto que también José María Aznar trató con los terroristas --"no venimos a la derrota de ETA", ¿recuerdan?--, los populares han optado por un requiebro dialéctico al precisar que el suyo fue un intento de diálogo encaminado a erradicar la violencia, mientras que Rodríguez Zapatero ha acometido una "negociación política". De ahí que los prelados, emulando a los antiguos monjes amanuenses, hayan condenado a quienes aceptan al terrorismo como "interlocutor político". Dado que fue un obispo quien medió en la negociación diseñada por Aznar con ETA, atribuir esta coincidencia al azar equivaldría a creer en los milagros.

Con todo, esta vez la Iglesia ha hecho un flaco favor al PP. La comunión entre ambos fue una bendición para Rajoy cuando precisaba aglutinar al electorado conservador, pero ahora la beligerancia episcopal puede lograr un efecto contrario al deseado: movilizar a la izquierda temerosa de una ofensiva del nacional catolicismo. Temor que Rodríguez Zapatero, al flirtear con la idea de revisar las relaciones con el Vaticano, parece decidido a explotar. "Guárdame Señor de mis amigos, que de mis enemigos me guardo yo", reza un refrán que el líder del Partido Popular debería recitar a diario.