Llegó al plató determinado a echar del debate a los dos candidatos que las encuestas sitúan tras él, a ningunearles, a dejarles fuera para confrontar con un único rival. Pablo Iglesias esquivó los continuos ataques de Pedro Sánchez y Albert Rivera para ventilarles con indiferencia: “Nuestro adversario es el PP”, dijo, sin estridencias. Encasilló al candidato de C’s como “escudero” de Mariano Rajoy, y mientras el socialista le recriminaba en bucle que no le hubiese apoyado en la investidura, se limitó a mostrar decepción. “Creo, señor Sánchez que se equivoca de adversario y creo que sus votantes y los nuestros querrían vernos juntos”, consideró, desde su versión más serena, sin mirar a Sánchez, y negando con la cabeza cada vez que éste le lanzaba un nuevo dardo envenenado. “El adversario es Rajoy, es Rajoy”, susurraba, casi desde el rol del profesor que ve como su alumno se equivoca ante el examen final.

Iglesias planteó el debate más como ese profesor universitario al que echa de menos que como el político áspero que brotó en los meses de las negociaciones. Apoyado en una batería de informes, puso cifras a todas las críticas que lanzó contra Rajoy, diana de sus ataques. Empeñado en construir una imagen presidencial, tiró menos de épica y más de datos. Solo Rivera, que le acusó de financiación ilegal, consiguió enervarle, pero no bajó al fango. “Entiendo la desesperación pero hay cosas que no se pueden hacer", advirtió, volvió a capear el vendaval de Venezuela, y prometió pactos.

MANTENER LA CALMA

El candidato de Unidos Podemos empleó un tono menos legendario que en el debate de las elecciones de diciembre, pero logró los dos principales objetivos que su equipo había fijado en el planteamiento estratégico de una cita que consideran crucial: criticar a Rajoy desde una posición solvente apoyada en cifras y evitar a toda costa caer en la trampa del cuerpo a cuerpo.

Para ejemplificar profesionalidad, Iglesias echó mano en varias ocasiones de la gestión de Ada Colau al frente del ayuntamiento de Barcelona, y a pesar de que la alcaldesa recibió el pasado fin de semana ataques de Rajoy y de Susana Díaz, la encumbró como imagen de garantías. Para no dejarse arrastrar hacia la agresividad, el líder morado llevaba argumentos bien ensayados que repitió como resortes y que actuaron como dique de contención a una rudeza que hubiese sido nefasta para reivindicarse como el adalid de la socialdemocracia del siglo XXI.

Contenido, se guardó una escasa pincelada de emotividad para el final en un mensaje breve, casi telegráfico. Contó que los únicos que tienen miedo son los corruptos y señaló que los ciudadanos han perdido tanto durante la crisis que también han perdido el temor al cambio.