Costará encontrar en los últimos años una foto con mayor impacto político que la de los 12 encausados por impulsar el referéndum independentista del 1-O en Cataluña sentados en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo. Las imágenes de Oriol Junqueras y sus compañeros constituyen por sí solas una afrenta para el independentismo, que intentó edificar sobre ellas una enmienda a la totalidad a la justicia española. Mientras ERC y PDECat mantenían en el Congreso el pulso al Gobierno, aun a riesgo de precipitar unas elecciones que podrían devolver a la derecha al poder, el primer día del juicio del procés sirvió para que el soberanismo tratara de exhibir músculo.

No faltó nadie de ese ámbito por denunciar que se están vulnerando los derechos de los acusados. Ni fuera de la sala -las inmediaciones del Supremo se convirtieron en un carrusel de alegatos independentistas, y también de alguna manifestación poco concurrida de signo contrario-, ni dentro, donde las defensas emplearon toda la jornada en las cuestiones previas. Quizás el más claro fue el primero en intervenir: Andreu Van den Eynde, abogado de Junqueras y Raül Romeva, habló de «vodevil procesal contra la disidencia política» o de «causa general» contra el soberanismo.

Los partidos y las asociaciones independentistas llevaban meses preparando el juicio, cada uno a su manera. Quedó claro ya antes de empezar la sesión, tanto en las acciones de los CDR en Cataluña, que solo consiguieron perturbar la normalidad puntualmente, como en el desembarco de líderes políticos en Madrid. Quim Torra, Roger Torrent, Elisenda Paluzie (ANC) y Marcel Mauri (Òmnium), entre otros, se fotografiaron con una pancarta con el lema Decidir no es delito.

Pero lo más impactante fue la imagen de los acusados en el banquillo. A muchos de ellos no se les había podido ver en directo desde que entraron en prisión de forma preventiva, hace más de un año. Por eso fue inevitable que se dispararan las especulaciones cuando el presidente de la Generalitat entró en la sala y hubo reacciones diferentes: desde los saludos que le dedicaron casi todos los procesados hasta la aparente frialdad de Junqueras, que no se dio por aludido.

Los detalles son importantes porque el juicio tiene muchas aristas políticas. El independentismo salió al ataque porque espera que tanto la vista oral como unas eventuales condenas se conviertan en un revulsivo para sus partidarios, que llevan meses desorientados a falta de una estrategia clara.

Una parte del soberanismo insiste en que la unidad de acción es fundamental, y todos los encausados rechazan que hubiera violencia en las acciones del convulso octubre del 2017. Sin embargo, ayer dentro de la sala se vieron sutiles diferencias en los mensajes de los abogados defensores. Unos, como Van den Eynde, Jordi Pina -representante de Jordi Sànchez, Rull y Turull- o Benet Salellas (que defiende a Jordi Cuixart) fueron desafiantes en algunos momentos y cuestionaron la imparcialidad del tribunal. «Este juicio es una derrota colectiva de la sociedad española», dijo por ejemplo Salellas.

Otros, como el representante de Joaquim Forn o el de Dolors Bassa, eligieron una defensa más técnica. El abogado de la exconsejera de Trabajo llegó a asegurar que «no se publicó ninguna declaración unilateral de independencia», en alusión a que de la votación del 27 de octubre en el Parlament no quedó constancia escrita en los diarios oficiales.

El soberanismo también se ha propuesto como objetivo prioritario durante el juicio despertar por fin la solidaridad internacional hacia su causa. Torra incluso ofreció una rueda de prensa una vez acabada la sesión para advertir de que el independentismo recurrirá a Estrasburgo tras las sentencias. En su opinión, el juicio es «una farsa» y «una venganza», que «acabará en los tribunales europeos». «Y la ganaremos, que lo tengan bien claro quienes en nombre de la unidad de España no pretenden hacer justicia sino convertirse en salvapatrias», añadió.

Puigdemont, el gran ausente / Pero seguramente la opinión más relevante de las que se expresaron fuera de las fronteras españolas fue la de Carles Puigdemont. No tanto por lo que dijo, sino porque el expresidente es el gran ausente en un juicio en el que la fiscalía pide a Junqueras, su número dos en el Govern, 25 años de cárcel.

Casi al mismo tiempo que empezaba la vista oral en el Supremo, Puigdemont aseguraba en Berlín que el único fallo justo es la «absolución». El expresidente de la Generalitat sabe que en las próximas semanas el foco estará puesto en el juicio y su ascendiente sobre el independentismo puede quedar diluido en detrimento del de Junqueras. Se avecinan diversas batallas electorales, y la voluntad de Puigdemont de ser protagonista en el escenario político catalán -aunque sea por persona interpuesta- le obliga a mantenerse en el candelero.

Además, la casualidad ha querido que el juicio del procés coincida con la primera prueba de fuego en el Congreso para los Presupuestos de Pedro Sánchez. En un contexto muy difícil para los pactistas de ambos grupos, por la presión de la facción soberanista que ve incompatible echar una mano al Gobierno mientras los impulsores del 1-O se sientan en el banquillo, ERC y PDECat mantienen sus enmiendas a la totalidad.

El Ejecutivo ya parecía darse ayer por derrotado. Si se consuma el fracaso del diálogo con los independentistas y los Presupuestos no pueden ni siquiera tramitarse, lo más probable es que el presidente del Gobierno se vea obligado a adelantar las elecciones. Si se celebran en primavera, podría darse el caso de que la derecha vuelva a la Moncloa antes de que haya sentencia en el Supremo.

Tras una jornada en la que el independentismo salió al ataque en todos los flancos, hoy será el turno de las acusaciones: la fiscalía, la abogacía del Estado y Vox. Se espera con especial interés la intervención del partido de extrema derecha, que ejerce la acusación popular y estará representado en la sala por su secretario general, Javier Ortega Smith. Si hay adelanto electoral, tendrá un escaparate de lujo para descorchar la campaña.