La madrileña Puerta del Sol es como un zoco de tonos azulados y pasillos definidos por los que miles de curiosos pasean agolpados, boquiabiertos por el espectáculo humano que habita bajo las carpas. "Mira Alberto, es verdad, regalan la comida". Exactamente, ayer tocó fabada casera de un hostal cercano. Lo dice una mujer que, agarrada fuertemente al brazo de su marido, llego a Sol desde Vallecas para ver si es cierto lo que se cuenta. Y no solo es cierto, sino que la realidad en este kilómetro cero de las utopías varía a la velocidad del entusiasmo, y el experimento social y político crece un poco más cada minuto.

¿Recuerdan a David, el joven que el jueves improvisó con rotuladores y unos cartones una guardería para atender a los hijos de los concentrados? Pues tendrían que haberlo visto ayer al frente de un impresionante jardín infantil. A las tres de la tarde, jugaban más de una veintena de críos. Moqueta, juguetes, marionetas, taller de malabares... Estaba prohibido fotografiar a los menores.

Roces internos

El veto es lógico, pero cierta tendencia a la censura entre los líderes de la protesta ha provocado los primeros roces internos, y alguna que otra bronca con periodistas indignados por los vetos. Algunas discrepancias son lógicas: se trata de un movimiento asambleario de tal disparidad que cuesta creer cómo logran mantener el orden y la disciplina.

Y lo bien que sienta dar alegrías. Mudos se quedaron cuando esta redactora avanzó por la tarde a un grupo de portavoces que Interior no les desalojaría. "¿Lo estamos consiguiendo?", me preguntó, fascinado, un joven. No se lo creía. Con lógica, algunos ya están planteando que la acampada en Sol no puede durar indefinidamente. Pero de momento se niegan a romper el sueño.