Nunca se termina de aprender lo que significa vivir la democracia. Significa Estado de derecho, significa sometimiento de la soberanía al imperio de la ley. Significa construir al ciudadano como sujeto de derechos y libertades, lo que solo es posible en la universalidad de la ley. Pero también significa que todas las verdades son penúltimas, que la única verdad definitiva es que no hay verdad definitiva. Por eso son tan importantes las reglas de juego.

La democracia exige a todos los actores políticos la capacidad de autolimitarse: a los distintos poderes, a quienes defienden programas de partido, a quienes actúan desde una ideología. La autolimitación es condición indispensable de la cultura democrática. En democracia nadie puede estar en posesión de la razón plena, ni nadie puede estar en la sinrazón completa, en el error total.

Es preciso recordar estas obviedades para exigir al PP que las tenga en cuenta en estos momentos en los que podemos conseguir la desaparición definitiva de ETA. Hace bien el PP al recordar que esa es la meta a alcanzar, y hace bien en reclamar que se le llame por su nombre. También hace bien en afirmar que no cualquier camino es transitable para llegar a esa meta. No importa únicamente llegar, sino hacerlo bien, hacerlo pudiendo aguantar la mirada de los asesinados.

Pero el PP pierde la razón cuando construye cada paso, cada gesto en un absoluto insalvable. Pierde la razón cuando se olvida de la autolimitación. Pierde la razón cuando se olvida de esa autolimitación en su relación con el Gobierno: podría decir que el Gobierno cae en contradicciones, pero no es aceptable afirmar que tiene intención de pagar un precio político por la desaparición de ETA, porque el Ejecutivo lo ha negado, y la autolimitación democrática exige no entrar en juicios de intenciones. Ningún partido democrático puede dudar de la legitimidad democrática de los demás partidos democráticos. Afirmar que el Gobierno y su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, han hecho suyo el plan de ETA supera todos los límites aceptables en cualquier política democrática. Esa afirmación debilita la democracia. Esa debilidad solo favorece a los que no creen en ella, nunca han creído y únicamente están dispuestos a aceptar sus reglas porque no les queda más remedio, no porque se hayan convencido de su bondad.

Frente al desafío de lograr que ETA desaparezca para siempre, aunque se crea que era mejor esperar para abordar ese fin en mejores condiciones, aunque se piense que o se dan bien todos los pasos, o el fin queda dañado, aunque se crea que es posible hacer mejor las cosas, aunque se entienda que se están corriendo demasiados riesgos, nunca se puede romper, nunca se puede decir: retiro todo mi apoyo.

Porque se pierde capacidad de crítica, porque se pierde capacidad de influencia, porque se pierde la parte de razón que se tiene, porque se queda fuera de juego, porque se pierde la oportunidad de que las cosas se hagan mejor. En este caso: porque no se contribuye nada a que la desaparición de ETA sea la victoria del Estado de derecho, un momento de grandeza democrática, una ocasión para despertar el nervio ético y democrático de la sociedad vasca y española.

El PP no puede olvidar la exigencia de la autolimitación democrática, no puede ignorar, malinterpretar y tergiversar las opiniones del Gobierno español, no puede entrar en juicio de intenciones. No puede romper la relación con el Gobierno. Para poder seguir criticando, para poder exigir lealtad, para poder aportar lo que es necesario para la consolidación del Estado de derecho. Solo desde el partidismo y la falta de confianza en las instituciones del Estado de derecho se puede pensar que en cada palabra, en cada gesto, en cada paso se juega el todo. Aunque cada uno de ellos merezca y requiera una severa crítica.