Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los dirigentes políticos de trayectoria más larga y completa de los últimos tiempos, alguien admirado y temido a partes iguales, murió ayer por la tarde tras sufrir el miércoles un infarto cerebral. Tenía 67 años. Hasta el último momento, pese a haber abandonado su actividad en el PSOE y haber vuelto a dar clases de Química en la Universidad Complutense de Madrid, estuvo pendiente de la actualidad. Seguía viéndolo todo, leyéndolo todo. Sin embargo, a diferencia de otros líderes que dan un paso atrás sin terminar de irse, el exsecretario general socialista no buscó tutelar a nadie.

Hace unos meses, Pedro Sánchez le ofreció ser el candidato a la alcaldía de Madrid. Dijo que no. Tenía claro que su marcha de la política era definitiva, tras dimitir como líder del PSOE a raíz de las elecciones europeas del 2014. Ese fue el motivo alegado, pero también hubo otro: había asumido que debía dejar espacio a una generación más joven.

ATLETA Y PROFESOR / Nacido en 1951 en la localidad cántabra de Solares, madridista incorregible y apasionado del atletismo (llegó a correr los 100 metros lisos en 10,9 segundos), el exdirigente socialista ocupó primero cargos en la sombra durante la etapa inicial de los gobiernos de Felipe González. De ahí fue subiendo: secretario de Estado de Educación en 1986, ministro de Educación en 1992 (le tenía un especial cariño a ese puesto, por su formación como profesor) y ministro de la Presidencia de 1993 a 1996, cuando los socialistas perdieron las elecciones.

En la oposición, fue uno de los más cercanos colaboradores de Joaquín Almunia y José Luis Rodríguez Zapatero, que al llegar al Gobierno le nombró portavoz en el Congreso. Ese es otro puesto en el que aseguraba que había «disfrutado muchísimo». Parecía diseñado para él: gran orador, con una enorme capacidad de trabajo («nunca he tenido buen dormir», confesaba) y de interlocución con todos los grupos.

La figura de Rubalcaba -por cuya capilla ardiente, que estará abierta hoy hasta las dos de la tarde, pasaron anoche numerosas personalidades- creció aún más cuando volvió al Ejecutivo. Primero, como ministro del Interior, desde donde fue uno de los principales artífices de la derrota de ETA, y más tarde también como vicepresidente y portavoz, cargos que dejó para ser candidato del PSOE a las generales del 2011.

Aquella fue una experiencia más ingrata. Los socialistas venían de aprobar recortes y Rubalcaba obtuvo 110 escaños. El resultado socavó el suelo electoral del PSOE (que en el 2016 caería hasta los 84 diputados), pero aun así se presentó al congreso socialista del 2012 y ganó por poco a Carme Chacón, convirtiéndose en el nuevo secretario general.

No tuvo ni un segundo de respiro. La contestación interna a su autoridad, sobre todo desde la federación andaluza, empezó desde el primer momento. Lo cual, por otra parte, no impidió que Rubalcaba impulsara ambiciosas iniciativas. Su preocupación por la situación en Cataluña hizo que lograra algo casi imposible: reunir a todos los socialistas, incluido el PSC, en torno a una reforma federal de la Constitución.

Las últimas elecciones europeas fueron su puerta de salida. El PSOE, con Elena Valenciano de candidata, mano derecha de Ru-balcaba, obtuvo 14 escaños frente a los 16 del PP. Pero el exvicepresidente ya había decidido antes dejar el liderazgo socialista. Concluyó que su tiempo político había acabado. Esa sensación se vio reforzada por la abdicación del rey Juan Carlos. Como en todas las cuestiones de Estado de las últimas décadas, Rubalcaba estuvo allí.

La noche antes de su discurso en el Congreso en el debate que hizo efectiva la renuncia de Juan Carlos, Rubalcaba comentó: «No me gusta leer en la tribuna, pero mañana lo voy a llevar todo escrito, para que no se me escape nada».

SENSIBLE Y DE LÁGRIMA FÁCIL / Tenía fama de frío y calculador, de estratega maquiavélico, pero hay otras facetas mucho menos conocidas. Ávido lector de novela negra, al tanto de las últimas series (su favorita era Peaky Blinders, sobre una banda de atracadores en el Birmingham de entreguerras), era un hombre muy sensible, de lágrima fácil.

A finales del año pasado, durante una cena con periodistas en la que también participó una compañera que estaba muy enferma, Rubalcaba se volcó en ella. Se emocionó. Cada vez que la redactora, que murió al día siguiente, se marchaba al baño, él comentaba: «¿Notáis el silencio que se hace en la mesa? Es terrible».

Un silencio similar, pero más amplio dada la trascendencia de su figura, se produjo ayer. En un momento de política a golpe de tuit, de intervenciones parlamentarias en las que solo se busca la foto a través de una frase ocurrente o algún objeto o atuendo extraño que acompaña al diputado, Rubalcaba, para bien o para mal, era otra cosa.