Marcos Ana entró con 19 años en la cárcel y salió con 41. Su delito fue ser comunista. Entre los gélidos muros de las prisiones franquistas por las que pasó, Marcos conoció la tortura, el hambre y dos condenas a muerte (de las que se libró). También conoció el compañerismo. El de verdad. Ese amor por el prójimo, sumado a sus fortísimos ideales, impidieron que su cerebro y su alma se rompieran. Sobrevivió y lo ha contado en Decidme cómo es un árbol (editorial Umbriel-Tabla Rasa). A sus 87 años es capaz de recitar de memoria los poemas que escribió entre rejas. Marcos Ana no es parte de la Historia. Es la Historia.

--23 años encarcelado por rojo. ¿Siente que le robaron su vida o es de los que piensan que nadie te puede robar nada porque la libertad es un estado mental?

--No me robaron la vida. Los años que pasé en la cárcel sirvieron para que mi existencia tuviera una dimensión mucho más especial. Una vez que fui libre, las cosas tenían para mí un sentido muy profundo: estar con una mujer, pisar la hierba, ver el sol, las estrellas... Eran cosas que yo no había visto nunca. De vez en cuando voy a ver el edificio donde estaba la prisión de Porlier (Madrid), en la que estuve, y me siento en un bar que hay cerca. Miro con nostalgia el edificio.

--¿Nostalgia?

--Bueno, también fueron años de fraternidad. Yo elegí la dura vida de un revolucionario.

--Quizá si usted no hubiera sido un soñador, un comunista y un idealista no hubiera podido resistir.

--A duras penas, supongo. A los presos políticos nos sostenían nuestros ideales. Lo que más nos hundía era la lejanía de la familia. En la cárcel, cuando veías a un hombre paseando solo sabíamos que tenía un problema familiar, un hijo enfermo o algo así.

--¿Merece la pena sufrir tanto, incluso morir, por una idea?

--Sí. Los compañeros que fueron condenados a muerte gritaban viva la libertad antes de ser fusilados. Jesucristo murió en la cruz, pero jugó con ventaja porque resucitó. Lo tremendo es morir cuando sabes que luego no hay nada más. Ahí se termina todo.

--¿Qué sintió el día que le detuvieron en Madrid?

--Yo ya había sido detenido con anterioridad en Alicante.

--Sí, pero se escapó hábilmente.

--Sí. En Madrid lo que pasó fue que llamé a un compañero al que torturaron y se convirtió en confidente de la policía. El fue el responsable de que me llevaran a prisión. Pero no he puesto su nombre en el libro porque no quiero que sus hijos y sus nietos carguen con esa vergüenza.

--¿Se imaginó en ese momento el horror que se le venía encima?

--Sí, claro. Primero me llevaron a una comisaría y me torturaron de forma brutal. Me dejaron tan doblado que los compañeros me tenían que dar de comer. No podía ni llevarme la cuchara a la boca.

--¿Cómo aguanta uno la tortura?

--Con imaginación. Yo me imaginaba cómo podía volver a mi celda y había dos posibilidades. Una era hablando y sin poder mirar a la cara a los compañeros. La otra era hecho pedazos y recibiendo sus abrazos. Los compañeros eran mis hermanos y pensar que no podría volver a mirarlos a la cara... Eso era más terrible que la tortura.

--Cuénteme cómo una foto de Lenin le animó a resistir las palizas que le dieron.

--Esa imagen me la metieron en el petate unos compañeros y sentí lo mismo que si a un católico le hubieran enseñado una estampa de la Virgen. Me da un poco de vergüenza contarlo, pero hablaba con él.

--Usted se podía haber convertido en una bestia llena de odio, pero no hay rencor en su libro.

--No. La venganza no es un ideal político ni revolucionario. La