El pleno de ayer en el Congreso de los Diputados fue el más difícil para el presidente del Gobierno. La expectación era máxima, como si se tratara de un debate sobre el estado de la nación. Pero el compareciente, que llegó arrastrado y a la defensiva, no estuvo a la altura de las circunstancias. El presidente, que suele usar la cortesía de contestar a cada orador cuando termina su intervención, prefirió arroparse en una respuesta conjunta, eludiendo el mano a mano con el líder de la oposición. El presidente reiteró medidas deslavazadas, ya expuestas en otros foros, un cajón de sastre con remiendos para distintos descosidos más que un riguroso plan. En el neceser aparecen desde ayudas a las pymes hasta rebajas en los aranceles de notarios y arquitectos, pasando por privatizaciones por tierra mar y aire, en los ferrocarriles, aeropuertos y puertos. Son iniciativas interesantes pero que en algunos casos tienen poco que ver con la crisis que nos agobia.

Lo peor no es la insuficiencia o idoneidad de las medidas, sino la desconfianza ciudadana en la gestión de la cosa pública. Zapatero quería dejar su intervención para septiembre, como los malos estudiantes, considerando que había cumplido con el discurso sin preguntas pronunciado ante el Consejo Económico y Social hace unos días. Y ha tenido que acudir al Congreso de mala gana. Su primer error fue negar la existencia y luego la gravedad de la crisis. Como dice Jordi Sevilla, que fue ministro de Zapatero y jefe de gabinete de Solbes: "Es verdad que, cayendo desde lo alto de un rascacielos, al pasar por el piso 80, 60 y 40 podemos decir que todavía no nos ha pasado nada grave". El negacionismo cabrea a la gente que lo está pasando mal. Le han faltado reflejos al retrasar la mesa social, a la que tuvo que acudir empujado por los sindicatos y por el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho.

La insistencia del presidente en defender la medida de los 400 euros como una compensación a la ciudadanía por la inflación resultó patética. Ha sido su principal medida, pero también la más equivocada: las arcas del Estado perdieron 6.000 millones de euros, un billón de pesetas, que podían haberse aplicado mucho mejor. Y socialmente no parece muy progresista devolver el mismo dinero a Botín que a un mileurista ni dejar fuera del reparto a los ciudadanos más necesitados.