La legislatura está a punto de entrar en sus últimos meses. La abrupta decisión del Gobierno -enteramente lógica- de romper las negociaciones con los partidos independentistas responde a la insostenibilidad de la situación creada tras la denominada crisis del relator -una ocurrencia inoportuna e innecesaria- y el conocimiento público del documento de Quim Torra con 21 puntos entregado a Pedro Sánchez el 20 de diciembre en Barcelona. La lista es tan intolerable como el propio silencio del Gobierno sobre su contenido y, mucho más que la peregrina idea del relator, fue ese texto el que encendió la indignación, además de en la oposición, en amplios sectores del PSOE -con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza- y en la izquierda mediática, que cañoneó con opiniones muy críticas los excesivos miramientos del presidente con unos grupos separatistas que respondían a sus esfuerzos con dos enmiendas a la totalidad de los Presupuestos Generales del Estado.

Ha ocurrido, en definitiva, que aquellos que llevaron a Sánchez a la Moncloa y, seguramente, le sugirieron que evitase las elecciones generales «cuanto antes», tal y como el presidente proclamó inicialmente, son ahora los mismos que han censurado la gestión del secretario general del PSOE que, con un partido cuarteado por su polémica política catalana, no tendrá más alternativa que convocar elecciones generales en mayo o en octubre. Solo si republicanos y neoconvergentes se «asustasen» ante la magnitud de la concentración de hoy en la plaza de Colón, convocada por el PP, Cs y Vox, cabría la posibilidad de que retirasen las enmiendas de devolución de las cuentas y prolongasen precariamente una legislatura que se ha hecho progresivamente insostenible. No es imposible que suceda, pero resulta muy poco probable.

Sánchez ha sido altivo e ingenuo. Altivo porque creyó que el secesionismo catalán mutaría hacia la razonabilidad con la mera sustitución de su disposición al diálogo por contraste con la cerrazón a él de Mariano Rajoy. E ingenuo porque ha demostrado no conocer ni la procaz provocación sistemática de los separatistas, ni los estragos que generaba en la España no catalana, cuyo cabreo se ha ido igualando al que puede existir en Cataluña. La Moncloa ha decodificado pésimamente las corrientes subterráneas de la sociedad española que emergieron en Andalucía con una brutal desmovilización de la izquierda que la mayoría de los analistas atribuyeron a la política catalana del presidente.

Sánchez ha leído mal la crisis de Cataluña. Como todas las crisis, la catalana necesita decantarse por completo, tocar suelo. Y eso no sucederá hasta que no se dicte sentencia en el juicio oral penal del proceso soberanista que comienza el próximo martes en el Tribunal Supremo. Insistir en lograr acuerdos con los secesionistas en las actuales circunstancias ha sido un voluntarismo que adquirió la máxima expresión con el traído y llevado relator para actuar en una mesa de partidos que nunca se asentó en la voluntad política de hacerla funcionar como foro de encuentro. Y si a esa situación inviable se añade la torpe gestión de la vicepresidenta Carmen Calvo, el cuadro de la peor situación se completa.

Por si fuera poco, Sánchez no solo ha dejado por imposibles a los separatistas, sino que ha perdido el envite ante su propio partido. No todo pero a una buena parte del PSOE le estaba resultando insufrible la propensión del presidente del Gobierno a concentrar todos sus esfuerzos en Cataluña cuando resultaba evidente que las circunstancias -con la recomposición de sus fuerzas políticas, a la greña entre sí- aconsejaba una política de máxima prudencia, de pasos muy cortos y de una gestión de expectativas muy prudente. Consta que el fuego graneado que ha padecido Moncloa estos últimos cuatro días no ha sido improvisado, sino coordinado. Sánchez supuso ya controlado a su partido y se ha permitido licencias excesivas en la gestión de la organización.

Cuanto peor mejor

Pero lo que más daño le ha infligido a Sánchez ha sido la percepción de que sus esfuerzos por sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado tenían más que ver con la prolongación de su estancia en la Moncloa que con procurar una solución estadista para Cataluña cuando aquellos que la controlan -y en buena medida lo hace un radical mesiánico desde Waterloo- están enfangados en el cuanto peor mejor. Son amantes apasionados del conflicto, de la destrucción de entendimientos y de siembra de contradicciones. Sánchez no ha sabido calibrar la profunda determinación insurreccional del núcleo duro del separatismo que tiene en la mediocridad política de Torra su mejor y mayor expresión. En Cataluña, los extremistas han ido licenciado a las personas partidarias de un giro de sensatez a una situación sin salida.

En la España no catalana se ha producido un fenómeno simétrico al que sucede en Cataluña. También los españoles están cabreados, hartos, y apuestan por el desistimiento en la búsqueda de soluciones dialogadas hasta tanto no haya muestras concluyentes de que son auténticas y sinceras por parte de los independentistas. Mientras tanto, lo que procedería sería mantener posiciones y esperar a que los gestores de la crisis independentista regresen a una realidad que parecen desconocer. Ahora, tras esta suerte de censura a Sánchez, el país debe resetearse en las urnas. Cataluña no puede convertirse en el triángulo de las Bermudas de la política española. De momento ya se ha tragado a Rajoy y, por lo que parece, también a Sánchez. España, en fin, no puede depender de las ensoñaciones irredentas del separatismo catalán.