España sigue en estado de orfandad presidencial. Sin un Gobierno nacido, pactado y empoderado desde el veredicto que los ciudadanos dejaron en las urnas el pasado 28 de abril, exigiendo pactos. Una España que sigue en marcha hasta donde legalmente le es posible. Continúa en funciones. Mañana, mientras Pedro Sánchez aterriza en Nueva York para participar en la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), termina el plazo constitucional para ungir a un jefe del Ejecutivo desde el Parlamento. Su partido, como el resto, previsiblemente apurará la jornada devorando sondeos; consultando expertos y recuperando las pinturas de guerra propias de precampaña.

Tan sólo 24 horas después se disolverán las Cortes. Y se convocarán elecciones en noviembre. La primera consecuencia de este obligado chimpún en el Congreso y en el Senado: decaerá toda iniciativa que hubiera comenzado a tramitarse. Quedan pues en el limbo político medidas planteadas en los últimos meses por sus señorías, hipotéticamente, para mejorar la vida de la ciudadanía o por considerarse cruciales para el país. Esas propuestas, como muchas cuestiones antaño urgentísimas y ahora aparentemente aplazables, quedan forzadas a dormir una larga siesta electoral. Y sus beneficiarios, a esperar. O a desesperarse.

Decretos y 155 / En las cámaras legislativas quedan activas las diputaciones permanentes, con poderes efectivos en caso de urgencia. El Constitucional confirmó en su reciente sentencia que la potencial aplicación de un 155 es posible a manos de estos equipos parlamentarios de guardia. Dato útil para contextualizar el recordatorio que Sánchez creyó necesario hacer a ERC, el pasado miércoles en sesión de control, al apuntar que si la llegada de la sentencia del 1-O tuviera una respuesta desbordante, la suspensión de la autonomía podría estar sobre la mesa. Al menos, como una opción a estudiar.

Ciertamente un gobierno, aún en funciones, mantiene viva su capacidad de aprobar y enviar decretos a dichos órganos de las Cortes si se acredita que la situación que lo provoca es «de urgente necesidad». La siesta electoral puede tener sus interrupciones, si es menester. Pero como no podía ser de otra manera el debate sobre lo que cabe en el concepto máxima urgencia y lo que no es motivo de enfrentamiento, desde hace tiempo, entre los ministros en funciones (que a ratos tienen que ponerse el traje de campaña) y la oposición, también sumergida en el ambiente electoral, nunca tranquilo.

Unos denuncian el supuesto ventajismo de los que siguen teniendo la llave de la Moncloa, y por tanto acceso a la manivela para fabricar decretos en tiempo de descuento de las generales. Los otros, la falta de sentido de estado de quienes, bajo su punto de vista, quieren atar de manos a los que sobstentan la responsabilidad de dirigir el país, aunque de forma limitada.

Y hasta hay ocasiones en los que se intercambian los papeles, negando el Ejecutivo en funciones, como acaba de ocurrir con el socialista, el tener capacidad para saldar cuentas pendientes con las autonomías y, en cuestión de días y vísperas de que se convoquen los comicios, cambiar de criterio, mientras comunidades y oposición ponen el grito en el cielo exigiendo, en este caso, que el Gobierno abandone los matices con su situación provisional cuando están en juego 4500 millones de euros.

Sin olvidar que hay administraciones, como la catalana, que prefieren exigir su parte del pastel -actualización de las entregas a cuenta pendientes por parte de Hacienda- por vía judicial.

El precio de no pactar / En todo caso el mayor lastre para una España en funciones y en tensión por la potencial llegada de un brexit en breve, o preocupada porque los vaticinios de recesión global se traduzcan en un gran roto en el bolsillo nacional, es el no poder tener presupuestos. Los últimos aprobados lo fueron en el 2018 por el popular Cristóbal Montoro y, si nada ni nadie lo remedia, llevan camino de convertirse en eternos, prórroga tras prórroga.

Funcionarios, pensionistas y colectivos sociales barruntan un 2020 menos favorable de lo esperado por culpa de una siesta electoral que nunca pidieron dormir: la incapacidad de pactar de los políticos tiene consecuencias más allá de una decepción global.