La marca Podemos cumple cuatro años este enero y la dirección del partido la da ya por amortizada. Este diario ha podido confirmar que la cúpula morada planea cambiarse de nombre para afrontar las elecciones autonómicas del 2019 y las generales del 2020. La idea se viene estudiando desde hace meses puesto que existe un consenso en el cuartel general podemista de que su marca como símbolo de identidad ha dejado de ser un activo para convertirse prácticamente en un lastre.

Si Podemos representó la impugnación al establishment y despertó la ilusión por la posibilidad de transformar España en un país más equitativo y menos rancio, ese significado se ha evaporado de forma acelerada, admiten fuentes de la organización. Los constantes bandazos en la línea política (alineamiento y alejamiento de los independentistas); en las formas (de la «cal viva» a llevar americanas); la construcción de un partido vertical que regatea a sus propios mecanismos de control (liquidación de la Comisión de Garantías y de los auditores); la purga al errejonismo (la sustitución de la transversalidad por el cierre obrerista) y el resurgimiento de Pedro Sánchez al frente del PSOE han dejado a Podemos en los huesos.

El planteamiento de cambiar de nombre no responde, por lo tanto, a los pésimos resultados en Cataluña el 21-D, sino que lleva tiempo fraguándose. Además, algunos grupos municipales podemistas, que se presentaron a las elecciones del 2015 con otras marcas como Ganemos o Cambiemos, puesto que Podemos desestimó concurrir con su logo, ya han advertido que prefieren mantener sus nombres y no incluir la identidad distintiva del partido nodriza en los comicios del 2019.

Estas señales y la inquietante evolución de las encuestas han sido definitivas para repensar un nombre que eligió el propio Pablo Iglesias para iniciar la andadura del partido con las elecciones europeas del 2014.

Desde los últimos comicios legislativos (26-J) la formación pierde votos en todos los sondeos. El último, para El Español, deja al partido tiritando, con 49 escaños, 22 menos. La formación que soñaba con asaltar los cielos (en noviembre del 2014 fue primera fuerza en intención de voto directo) puede convertirse en una minoría permanente.

De la fuga de votos alertó, antes de ser purgada, la cofundadora y entonces responsable de Análisis Electoral, Carolina Bescansa, que advirtió de que habrían perdido otro millón de votos, que se sumaba al «millón mágico» que desapareció entre el 20-D y el 26-J tras la alianza con IU.

Los dos datos más preocupantes se han acelerado después de que Iglesias asumiese el liderazgo sin contrapesos en Vistalegre 2 (febrero del 2017). Uno. La fidelidad de voto es excepcionalmente baja, en torno al 60%. Y dos. La imagen de Iglesias. Es el dirigente peor valorado entre los cuatro grandes partidos (2,57).

Sobre este hundimiento advirtió, hace casi un año, un estudio del Gabinete de Estudios Sociales y Opinión Pública (GESOP) para este diario. El análisis, hecho tras Vistalegre 2, vaticinaba los riesgos: aunque Iglesias se impuso con rotundidad al entonces número dos, Íñigo Errejón, la victoria parecía tener pies de barro. El 38,7% de votantes podemistas reconocía que Podemos nunca llegaría a gobernar mientras el secretario general fuese Iglesias. Esa cifra crecía al 65,4% en el electorado global.

Según las encuestas, Iglesias ha pasado de ser el líder magnético que seducía a un dirigente sin punch. Errejón tuvo que convencerle en el 2014 para que su cara apareciese en las papeletas de las europeas. Nadie conocía a Podemos y todos sabían del de la coleta que salía en la tele. Hoy es complejo cuantificar qué y quién pesa más.