La vida está llena de paradojas. Justo cuando se acaba de desatar una desordenada polémica sobre las supuestas intenciones recentralizadoras de PP y PSOE, el Tribunal Constitucional que ha provocado la mayor protesta catalana de las últimas décadas y ha contribuido como nadie a fomentar el independentismo en Cataluña, eligió ayer como nuevo presidente a Pasqual Sala, uno de sus miembros más progresistas y, sobre todo, que más defiende la estructura autonómica del Estado.

No deja de ser curioso que el otro progresista que parecía aspirar a ese puesto, el catedrático Manuel Aragón, no haya tenido oportunidad de ser elegido, habiendo sido, sin embargo, el que más influyó en el redactado final de la sentencia del Estatut, aunque solo fuera para dejar constancia de la indivisibilidad de España y de que el preámbulo de la norma catalana no tiene valor jurídico, cosas, ambas dos, que no hacía falta enfatizar porque así constan en la Constitución y en las leyes.

Muchos pensarán que qué más da ahora quién sea el presidente del TC si el daño ya está hecho, si el Estatut ya salió podado tras años de politización del alto tribunal. Sin embargo, el triunfo de un autonomista frente a un ferviente nacionalista español es más que simbólico y debiera servir para descrispar las relaciones con la institución que vela por la constitucionalidad de las normas y actuaciones de las administraciones y que, sin duda, tendrá que vérselas en el futuro con los recursos que se planteen --y se aplicarán-- a la aplicación de la norma catalana.

Tampoco está mal que un progresista de viejo cuño, serio, riguroso y con una visión abierta y moderna de la estructura del Estado, esté al frente de esa institución en un momento en que algunos notables de la derecha española --política, económica y mediática-- se están atreviendo, al calor de la crisis, a esgrimir un proyecto preconstitucional aduciendo que España no puede permitirse pagar 17 gobiernos, 17 parlamentos, 17 lo que sea, como verbalizó la pasada semana el expresidente José María Aznar. Un debate en el que el PSOE se ha mezclado con un torpeza descriptible, cuando se supone que lo que plantea es cómo recortar el déficit y no cómo deshacer el modelo que hasta la fecha ha permitido el mayor desarrollo, la mayor modernización y la mayor democratización del país.

Con el panorama que se avecina, es bueno que un defensor de las autonomías esté al frente de la institución que debe velar por el cumplimiento de la Constitución, frente a los intentos de regresión en el modelo de Estado, que se vislumbran en los discursos de algunos recalcitrantes centralistas nostálgicos.