"Dentro del partido me sentí como un verso suelto, porque era noticia por las discrepancias y nunca por las coincidencias. Pero jamás creí que mi libertad de pensamiento pudiera acarrearme ningún prejuicio ni lastrar mis oportunidades de futuro." Quien así hablaba, hace cinco años, era un Alberto Ruiz-Gallardón recién redimido por el todopoderoso José María Aznar. Haciendo de tripas corazón, Aznar había perdonado sus desaires y ambiciones al díscolo presidente madrileño a cambio de que salvara la joya de la corona municipal del PP: el Ayuntamiento de Madrid.

Gallardón cumplió con su parte y ganó con contundencia las elecciones, pero su rehabilitación dentro del partido duró poco. Exactamente lo mismo que tardó en postularse como sucesor de Aznar. El único consuelo para el alcalde fue que otras voces moderadas y con criterio propio, como las de Rodrigo Rato o Josep Piqué, acabaron igualmente condenadas al ostracismo. Si varios versos sueltos componen un poema, el que nos ocupa sería una elegía por la ejecución sumarísima del ala centrista del PP.

El legado de Aznar

Para Alianza Popular, la travesía del vasto desierto que distaba entre sus orígenes tardofranquistas y su consolidación como alternativa de poder fue una larga y convulsa década de luchas fratricidas entre los viejos clanes de la derecha española. Al tomar el mando del refundado PP, Aznar impuso el orden ahuyentando a los fundadores del partido que podían hacerle sombra. Aunque recelaba de él, contó con Gallardón porque, con solo 32 años, aún no constituía una amenaza, pero a Miguel Herrero de Miñón lo arrinconó hasta forzarlo a dejar el partido. Ejemplarizante castigo que contribuyó a ahogar cualquier disidencia interna.

Fiel al legado de Aznar, desde entonces el PP exhibe su unidad como una enseña. Discrepar de los designios del líder, aunque sea en privado, constituye un pecado imposible de expiar. Y aspirar a sustituirle, un delito de lesa patria. Pecador y reincidente, Gallardón se opuso a las teorías conspirativas del PP en el 11-M y, con el ánimo de suceder a Rajoy si cae derrotado el 9-M, pidió un escaño en el Congreso; lo ha pagado con una exclusión de las listas que lo aboca al abandono de la política. Pero no está solo. Por disentir del apoyo español a la guerra de Irak, Aznar desechó como sucesor a Rato, que tras su paso por el FMI no quiere ni oír hablar de su regreso a la política activa. Y, por animar al partido a mirar al futuro y pedir más autonomía para lidiar en Cataluña con la campaña anti-Estatut del PP, Piqué sufrió tales humillaciones que acabó levantando el vuelo.

No por azar, se da la circunstancia de que todos los dirigentes que el PP sacrifica en aras de la unidad son de perfil moderado, una especie en extinción exponente del espacio de centro que Rajoy dice querer conquistar. La explicación es simple: ni Aznar ni aquellos a quienes dejó a cargo del partido han asumido que fue el lema de su última etapa en el Gobierno, la "derecha sin complejos", lo que los descabalgó del poder.

Cegados por los casi diez millones de votos cosechados en el 2004, se han convencido de que la derecha sociológica, a su juicio mayoritaria, los resarcirá de aquella injusta derrota si son inflexibles con el adversario. El centrismo, desde esa particular óptica, no es sino una muestra de debilidad.

Pero la raíz del conflicto desencadenado por Gallardón no es exclusivamente ideológica. El alcalde confesaba hace meses en privado que su gran escollo para entrar en la candidatura de Madrid no era tanto Esperanza Aguirre como "lo que ella representa": el entramado periodístico que tutela a Rajoy, formado por el tándem El Mundo -Cope. Lo de menos es que la presidenta madrileña amagara con dimitir para ir en las listas; lo de más es que, si entraba Gallardón y ella no, los medios que aglutinan a esa derecha sociológica en torno al Partido Popular hubieran desatado una inmisericorde campaña contra Rajoy. Ofensiva que este no se podía permitir.

El bucle sucesorio

Incapaz de librarse del yugo mediático que lo atenaza, el presidente del PP no ha reparado en un detalle: que en campaña, lo que no suma, resta. Aparte de aportar pedigrí centrista a unas listas demasiado escoradas a la derecha, el fichaje de Gallardón podía afianzar el liderazgo de Rajoy, al presentarse como inmune a las presiones contra el alcalde. Al final, nadie queda contento: el alcalde ahonda la crisis al deslizar que abandonará la política y el PP reprocha a Rajoy que dejara enquistar el conflicto. Y, lo que es peor, el fichaje estrella de Manuel Pizarro, llamado a ser un revulsivo para su campaña, se diluye en medio del marasmo.

El veto a Gallardón como sucesor confirma, además, la voluntad de esta generación aznarista de, en caso de derrota, dibujar un bucle para sucederse a sí misma. ¿Habrá vida en el PP después de Rajoy?