Hace pocos días, un exmilitar salvadoreño testificó ante la Audiencia Nacional. Antiguo mando del Ejército del país centroamericano, el testigo, que había llegado a España una semana antes para participar en el llamado caso Ellacuría, explicó que la masacre del 16 de noviembre de 1989, en la que fueron asesinados cinco jesuitas españoles --Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Amando López y Juan Ramón Moreno--, un salvadoreño --Joaquín López--, la empleada de los religiosos y la hija de esta --Julia Elba Ramos y Celina Meredith Ramos, de 13 años--, había sido planeada por las más altas esferas de un cuerpo castrense con un currículo repleto de violaciones a los derechos humanos.

Un relato parecido había sido narrado antes por numerosos académicos, pero ahora lo ratificaba alguien de dentro del Ejército; alguien que antes, durante y después de la matanza estuvo donde se tomaron las decisiones; alguien que vio, escuchó, recibió órdenes y actuó. El caso acababa de dar un vuelco.

El testigo también habló de algo menos conocido: tras la masacre, cuando él llevó al estado mayor una maleta con pertenencias de los jesuitas asesinados para entregársela a un superior, telefoneó el entonces presidente salvadoreño, Alfredo Cristiani, y se interesó por la matanza.

Una llamada de ese tipo, en ese momento justo, saltándose la cadena de mando (lo usual es que hubiese contactado con su inmediatamente inferior, el ministro de Defensa), podría denotar que el rol de Cristiani fue más allá del encubrimiento, permitiendo así que el juez Eloy Velasco, que instruye la causa en la Audiencia Nacional, le incluya junto a los otros 14 denunciados, todos militares ya retirados, por la matanza en su residencia de la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador de los jesuitas. Unos jesuitas adeptos a la teología de la liberación y partidarios del diálogo entre el Ejército y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), entonces guerrilla y ahora partido político en el Gobierno, para acabar con un conflicto armado que entre 1980 y 1992 causó en torno a 75.000 muertes y 7.000 desapariciones.

LAS ORDENES DE ARRESTO "Somos optimistas", dice Almudena Bernabeú, abogada del Center for Justice and Accountability (CJA), que junto a la Asociación pro Derechos Humanos de España interpuso la querella, admitida a trámite a comienzos del pasado año. Desde entonces, el juez Velasco ha enviado dos rogatorias a la Corte Suprema de Justicia de El Salvador --en la primera solicitaba las direcciones de los 14 denunciados; la segunda contenía un interrogatorio para los exmilitares--, y ninguna ha sido contestada de forma oficial. Ahora es distinto: vaticina Bernabeú que gracias al nuevo testigo es más que probable que Velasco firme órdenes de arresto. ¿Cuándo? "No después de que acabe el año", responde la abogada, cuyo organismo ya ha derrotado en EEUU a otros exmilitares salvadoreños en distintos juicios civiles donde lo único que se dirimía eran las indemnizaciones a las víctimas.

"Entonces, cuando se dicten las órdenes de arresto --continúa Bernabeú--, se verá la voluntad política de Mauricio Funes". Funes, el actual presidente salvadoreño, ganó las elecciones del 2009 de la mano de los antiguos guerrilleros del FMLN. Su actitud ante el asunto es opuesta a la de su antecesor, Antonio Saca, del partido derechista Arena. Pero una cosa es esposar a los denunciados, incluido el entonces ministro de Defensa --una imagen cuya fuerza simbólica, de producirse, convulsionará la política del pequeño país centroamericano-- y otra enviarlos a España para que se sienten en el banquillo de los acusados de la Audiencia Nacional. Las extradiciones las decide la Corte Suprema de Justicia salvadoreña, y a ojos de quienes conocen el equilibrio de fuerzas en este organismo judicial, los magistrados afines a la derecha, nada proclives a una decisión de este tipo, son mayoría. En El Salvador aún quedan cosas por cambiar.