Aquel redicho jovenzuelo de la derecha posfranquista se ha convertido en adalid del progresismo en el PP. El ambicioso barón autonómico odiado por sus ínfulas sucesorias, es el talismán de los populares ante la cita electoral de mayo. El enemigo acérrimo del todopoderoso presidente, en lazarillo de la líder consorte en su proceloso salto a la arena política. Y todo en menos de un año.

Alberto Ruiz-Gallardón ha pasado de villano a héroe a ojos de sus correligionarios, que temerosos de perder el valioso feudo del ayuntamiento madrileño festejaron primero su designación como alcaldable y después lo jalearon por el astuto fichaje de Ana Botella. ¿Se ha aburguesado el eterno enfant terrible de la familia popular?

"Es verdad que dentro del PP me sentí como un verso suelto, porque era noticia por las discrepancias y nunca por las coincidencias. Pero jamás creí que mi libertad de pensamiento pudiera acarrearme ningún prejuicio ni lastrar mis oportunidades de futuro. Y, modestamente, los hechos han venido a darme la razón", dice.

A sus 44 años, todos sus pecados políticos se resumen en uno solo: haberse anticipado al presidente. Para empezar, conquistó la Comunidad por mayoría absoluta un año antes de que Aznar llegara la Moncloa por la mínima.

En 1998, mucho antes de que Aznar confirmara que no iba a optar a un tercer mandato, el díscolo presidente madrileño volvió a precipitarse al presentar sus credenciales como posible candidato a la Moncloa, rompiendo el gran tabú sucesorio y enojando a los cuadros dirigentes. Pero, sobre todo, a Aznar.

"Soy consciente de que, por el mero hecho de no descartarme como posible sucesor, hice que se acentuaran los recelos que ya despertaba en el PP", confiesa. Ahora que las invectivas se han tornado parabienes, se culpa en parte de esa etapa de guerra fría con el PP --"hablando más hubiéramos aclarado los equívocos"--, y ensalza el buen corazón de Aznar, porque, asegura, siguió invitándole a cenar en la Moncloa "incluso cuando el distanciamiento era mayor".

Salvo excepciones tan notorias como la Rodrigo Rato, en la cúpula del PP sus detractores eran mayoría. Decían de él --y hoy callan, pues lo primordial es salvar la alcaldía madrileña-- que era soberbio, maquiavélico e insolidario. Que acentuaba y propalaba sus diferencias con el partido para construirse una imagen rebelde que consolidara sus ambiciones sucesorias. Y que con tal propósito alimentó ciertas "amistades peligrosas".

LOS ENEMIGOS MEDIATICOS

Y todo porque a menudo cena, juntos o por separado, con socialistas como Felipe González o José Bono y con el presidente del grupo Prisa, Jesús de Polanco. La sintonía con el propietario de El País le granjeó la inquina de los aliados mediáticos del PP.

Y es que el de Gallardón siempre ha sido un proyecto autónomo dentro de su partido. En las políticas y en las personas. "Yo estoy aquí por Alberto, no por el PP", aclara en privado uno de sus seis consejeros con carnet popular. Los otros cinco son independientes, pero todos conforman un equipo compacto.

Algunos de sus colaboradores le acompañaron en los 90 en su etapa como portavoz en el Senado. Otros, en la Asamblea. También le siguieron hasta el Gobierno autónomo, le escoltarán en su salto a la política municipal y, si la fortuna les sonríe, le ayudarán a tomar las riendas del PP con la vista puesta en la Moncloa. Porque, aunque por prudencia lo disimule, ése es su fin.

Manuel Cobo es su colaborador-tipo y su número dos. El consejero de Presidencia le profesa tal admiración que define mejor que él su eclecticismo político: "Los monopolios ideológicos de la izquierda y la derecha han desaparecido. Como la mayoría social, Alberto se mueve en una franja intermedia y toma las medidas que son más razonables. Por eso ha roto moldes".

Moldes sociales, culturales y económicos. Gallardón ha reconocido los derechos de los homosexuales; ha construido un metro que acerca a Madrid los suburbios; y ha realojado a un millar de familias que malvivían en chabolas. En el campo cultural su actuación ha sido igual de heterodoxa. No sólo porque para celebrar el Día de la Constitución --un día antes que Aznar, por supuesto-- suele contratar a cantautores de izquierdas, sino también porque su consejera de las Artes es catalana.

Con este bagaje a sus espaldas, su rehabilitación en el PP era inevitable. Empezó a forjarse justo cuando ya había decidido cumplir su promesa de no optar a la reelección y, según confiesa ahora, "abandonar la actividad política de primera línea" para dedicarse a la abogacía. Pero entonces, sondeos en mano, el secretario general del PP le pidió que rompiera su palabra.

Aquél fue el primero de tres síes. El segundo lo escucharía Aznar el 7 de julio, cuando le ofreció encabezar la lista municipal de Madrid. El tercero lo pronunció Ana Botella al aceptar incorporarse a su candidatura.

Promete que si pierde frente a la socialista Trinidad Jiménez dejará la política, pues "la derrota sería una censura a ocho años de gestión en la Comunidad". Pero si gana tendrá un intachable expediente cuando la generación que hoy dirige el PP, incluido el sucesor de Aznar, tire la toalla. ¿De Madrid al cielo? "Madrid es el cielo", objeta con una sonrisa cómplice.