Con la convocatoria de las generales del 9 de marzo, hoy finaliza un partido de cuatro años, el de la legislatura más bronca de la democracia, pendiente de la prórroga. Parte José Luis Rodríguez Zapatero con ligera ventaja en los sondeos frente a Mariano Rajoy, y desde hoy, cuando firme el decreto de disolución de las Cortes afrontará el 9-M más como un voto de castigo al PP por la crispación que ha sembrado que como un plebiscito sobre su gestión. Contrapuesta al "catastrofismo" del PP, La mirada en positivo del lema socialista anticipa una campaña negativa. Mientras Rajoy rescata del armario su uniforme de moderado, Zapatero resucita la estrategia del miedo. El electorado de centro, poblado de indecisos, tiene la última palabra.

Territorialmente, la contienda entre PSOE y PP se libra en dos grandes campos de batalla, Cataluña y Andalucía, y en un puñado de provincias donde el resultado se presume ajustado.

En el guión presidencial, las palabras mayoría absoluta están proscritas. Solo anhela, asegura, "una mayoría más amplia". Porque fijarse un listón demasiado alto --en el 2004 obtuvo 164 escaños, 12 menos de los necesarios para gobernar en solitario-- convertiría otra mayoría simple en una amarga victoria y sugeriría al potencial votante socialista que la partida está ganada. Percepción infundada a tenor de las encuestas y contraproducente para movilizar al electorado que votó al PSOE en el 2004.

Parte de aquellos casi 11 millones de votantes acudieron a las urnas sacudidos por el impacto de la masacre islamista del 11-M y de las mentiras del Gobierno del PP para ocultar su autoría. Poderoso acicate que ahora el PSOE pretende reactivar poniendo la lupa en la agresividad del PP en esta legislatura. El maridaje del PP con los fabuladores de conspiraciones sobre el 11-M; la campaña contra el Estatuto catalán y el diálogo con ETA; el alineamiento de Rajoy con los obispos... Todo vale para convencer al centroizquierda de que, si el 9-M se queda en casa, se puede arrepentir.

La radicalidad que le achaca el PSOE es justamente la que Rajoy pretende enterrar. Para hacer olvidar sus agrios debates parlamentarios con Zapatero, no alzará la voz y dosificará sus promesas para construirse una imagen de estadista. Si con su oposición ha afianzado el voto de la derecha, ahora su reto es atraerse a los electores de centro decepcionados con el PSOE.