Me pongo a temblar cuando me entero de que algún alumno, en cualquier país del mundo, ha decidido poner fin a su vida por haber sido acosado por compañeros de clase, como el caso que leí hace poco en la prensa, y que, a su vez, nos recordaba otro en televisión, de una niña que, sin hablar, nos decía en mensajitos de papel que no podía aguantar más, y que tenía que quitarse de en medio. ¡Qué terrible! Se me eriza el vello y se me inunda mi cuerpo entero de rabia por no haber podido evitar ese fatal desenlace en la vida de un adolescente o una adolescente de los que veo cada día su reflejo en los que nosotros tenemos en nuestro instituto, en nuestras aulas, en nuestras casas, en nuestro pueblo o ciudad... Son jóvenes llenos de vida, que tienen que estar dispuestos a comerse el mundo, pero que, una vez, tienen la mala suerte de tropezar con algún otro grupo de adolescentes sin escrúpulos, sin educación, sin sangre en sus venas, que, de manera cobarde y cruel, comienza a acosarles y a minar su autoestima hasta hacerles llegar a preferir no vivir para no tener que afrontar otro día en el cole, donde van a ser vejados, insultados y maltratados de una manera sistemática, terrible e injusta.

Todos los profesionales de la enseñanza estamos muy al tanto de esto y nuestra absoluta preocupación late en nuestras conversaciones cotidianas y en las actuaciones que llevamos a cabo desde las tutorías, clases y reuniones con los alumnos, que tenemos con mucha frecuencia a lo largo del curso. Los tutores y profesores, además de impartir nuestras clases, y sobre todo, estamos muy pendientes de comprobar todos los días si nuestros alumnos, además de aprender, son y se sienten felices. Y es en esa preocupación por la felicidad de nuestros alumnos, cuando podemos desvelar y descubrir si algún alumno, en particular, tiene problemas de algún tipo que le hace no sentirse bien, que le hace ser infeliz. Es entonces, cuando ponemos en funcionamiento nuestra maquinaria preparada al efecto y nos ponemos en contacto con todo el entorno familiar de nuestro alumno, su ámbito de amistades, su grupo de clase, e intentamos, con todas nuestras fuerzas, buscar y encontrar el origen de su infelicidad para poder actuar muy incisivamente sobre el mal que le afecta.

Pero como nos muestran las tristes noticias de escolares que no pueden llegar a final de curso (demasiadas últimamente), es evidente que no siempre detectamos a tiempo un terrible acoso que se puede estar produciendo y que, como un cáncer fatal, no da la cara hasta que ya es demasiado tarde. No hay cosa más terrible para un padre o un profesor que un hijo o un alumno decida poner fin a su vida sin que se haya detectado a tiempo, que nuestro hijo o nuestro alumno haya sufrido un acoso y que, silenciosamente, nos lo haya arrebatado de nuestro lado sin haber podido evitarlo. Este tipo de acoso, el silencioso, es el que más nos aterra por la dificultad que entraña, muchas veces, en ser descubierto.

POR ESO, padres y madres, colaborad con nosotros y, si leéis estas palabras, por favor, estad alerta siempre y no dejéis de hablar con vuestros hijos. Más que preguntarles por las actividades académicas, que también, preguntadles, sobre todo, sin son felices, si están bien, si estudiar y trabajar en su colegio o instituto es algo que les hace sentirse a gusto. Exigidles, de vez en cuando, que no utilicen demasiado el móvil, que no envíen tantos mensajes, que no twiteen, whatsappeen, facebookeen más de lo necesario, que no se queden ensimismados viendo vídeos en youtube y enganchados continuamente y peligrosamente a la red.

Pedidles, por favor, que paren un momento y hablad con ellos, aunque sólo os dé tiempo a intercambiar unas palabras. Las suficientes para preguntarles si todo va bien en el instituto. Y si os dicen que les va bien, y así lo leéis vosotros, como padres, en sus ojos brillantes de adolescentes, nosotros, sus profesores, estaremos entonces tranquilos, y, sin perder mucho la guardia, les podéis permitir, de nuevo, después de cumplir con sus tareas cotidianas, que sigan whatsappeando, aunque, siempre, con mesura.

Así, nosotros, los profesores no volveremos a ver mensajes escritos en papel de niños que no quieren vivir, y desearemos ardientemente que los únicos mensajes escritos en papel que sigamos viendo de nuestros adolescentes sean aquellos que veíamos, cuando no había tanto móvil androide e inteligente, que, bien dobladitos, se lanzaban de una mesa a otra de clase, y cuando eran interceptados y abríamos el mensaje, sólo podíamos leer, en una letra poco definida, un "te quiero, Inma", y a pesar de su ternura, no te quedaba más remedio que "poner orden" y castigar , aunque fuera sólo un rato y por la cosa de dar ejemplo, al alumno enamoradizo de cara a la pared.