En el Amparo había ganas después de dos años sin salir de la vieja ermita por la lluvia, y los hermanos recorrían ayer muy temprano los campos de la Montaña en busca de brezo, escobas, romero, hiedra, jara y amapolas para poner a los pies del Cristo. En los Ramos también se respiraba confianza y dentro de San Juan todo eran preparativos. Las dos cofradías en torno a dos tallas del siglo XVII pero con una concepción muy distinta, la primera, la más austera de la Pasión cacereña, la segunda, de exquisito mimo en los detalles. Pero al final las peores previsiones se confirmaron y los Ramos no pudo sacar al Cristo del Perdón. El Amparo, en cambio, inició su cortejo cerca de la medianoche.

Si el año pasado se había librado de una tromba por minutos, éste no ha podido ser. Un aguacero justo a la hora de su salida impidió la procesión del Perdón. Los cofrades, desolados como el día antes lo había estado los hermanos de Las Batallas, se mostraban ayer abatidos en el interior de San Juan, aunque realizaron un entrañable acto meciendo el paso. Jesús del Perdón, talla anónima de la escuela barroca salmantina, llevaba su túnica morada del taller de las Mercedes, de Sevilla, y ayer estrenó nuevo cíngulo de oro a la cintura, guardabrisas de plata, dos faroles que completan el conjunto y dos ángeles sobre las andas. Lucía una cuidada composición de liliums, liatrix y orquídeas.

Y aunque la procesión no pudo salir ni por tanto llegar a la Audiencia, el recluso que allí esperaba fue igualmente redimido, una antigua costumbre que el pasado año retomó la cofradía.

Horas después, poco antes de la medianoche, el cielo se despejó y permitió la salida del Cristo del Amparo en una lenta bajada penitencial desde su ermita en la Montaña hasta el recinto intramuros. Este nazareno, esculpido en 1671 a partir de una cabeza de Cristo traída a Cáceres por el escribano Durán de Figueroa, llevaba su sencilla túnica de terciopelo obra de las monjas de Santa Clara, sin bordados ni ningún otro ornamento salvo un cíngulo franciscano, y al hombro una cruz de palo. A esta sobriedad se unía el recogimiento de los hermanos, con rostros ocultos y voto de silencio que nadie rompía, salvo el jefe de paso en las maniobras más complejas.

Al cierre de esta edición el cortejo enfilaba hacia Concejo, sin luces, con el único acompañamiento de un timbal destemplado, para perderse por Caleros, Santa María y los adarves en uno de los trayectos más bellos de la Semana Santa cacereña.