España está mojada. No deja de llover, y hasta las tierras más secas están enguachinadas. No se recordaba un mes de marzo tan lluvioso desde el año 1947. Y fíjense que ya ha llovido desde entonces. Si bien es verdad que nunca tanto hasta este 2013. Y si abril sigue como ha empezado, el "aguas mil" del refranero se quedará corto. Tanto está goteando el cielo que los extremeños no tenemos que mirar al norte para ver caudales crecidos y terrenos encharcados. Los embalses abren sus compuertas, porque el molde se quedó pequeño y si no dejasen escapar el agua, rezumaría. Lo que son las cosas, ahora el agua también se nos vierte a nosotros. A nosotros, quién lo diría. Con la falta que nos ha hecho, ahora nos sobra.

Y, como nunca llueve a gusto de todos, hay quienes, con razón, ya están hasta el capirote de mojarse. Y eso que ya pasó la Semana Santa. Por lo de los capirotes de los cofrades, digo. Y como no llevan capirote, hasta la coronilla están las gentes del campo. Labradores y agricultores que ven como la siembra se antoja imposible, porque, con la que está cayendo, ni siquiera se pueden adecentar los terrenos para regar el suelo de semillas y verlas brotar. Los tractores, aparcados, y el que no, embozado hasta los retrovisores. Menudo horizonte el del campo y quien se dedica a trabajarlo. Si no llueve, malo, si llueve mucho, también. Con lo duros y esforzados que son los trabajos del campo, y lo poco que, muchas veces, rentan, es una pena ver que las cosechas se quedan en el pensamiento, que a los campesinos no le queda más que resignarse y mirar al cielo, esperando a que escampe y que, esta vez, no sea demasiado tarde.

Pero no sólo sobre el terreno ha caído agua persistentemente. Sobre Palacio también. A La Zarzuela le están cayendo no unas pintitas, sino chuzos de punta. Y lo problemático no es la borrasca sobre el tejado, sino que ahora hay goteras. El prestigio, respeto y cariño conquistados por el Monarca con su papel trascendental en la Transición de la Dictadura a la Democracia se está evaporando. Y es consecuencia de una lluvia fina que, lejos de cesar, se va intensificando.

La poco ejemplar cacería en Botswana, las extrañas vinculaciones de la inquietante lobbista Corinna con la Casa Real y el Rey, las dudas sobre la herencia que legó al Monarca su padre, Don Juan, el escándalo del Instituto Nóos y las implicaciones del Duque de Palma, y el estallido final de una tormenta de dimensiones aún inimaginables: la imputación de la Infanta Cristina .

No ha sido juzgada, y, mientras no se demuestre lo contrario, es inocente. Pero la imputación de uno de los miembros de sangre de la Casa Real infringe a la Institución un daño irreparable, que afecta, además, a la imagen en el exterior de nuestro país. Un daño del que son únicos responsables algunos de sus miembros. Vaya, que uno mira ahora a la Familia Real y parece estar viendo a los gatos que habitan las isletas del Guadiana en Badajoz, que, con la crecida del río, se hallan atrapados en un espacio cada vez más reducido, a punto de que el agua les llegue al cuello, y sin corona.