Este verano pasé por la isla griega de Lesbos y volví bastante trastornado. Fui a un curso de verano sobre inmigración y me encontré con una inesperada clase práctica de quince días. La isla estaba abarrotada de refugiados sirios y afganos.

Tantos que hasta tenían que dormir en tiendas de campaña plantadas en otrora campings municipales o directamente en la playa. No había duchas suficientes y familias enteras debían compartir baños rebosantes de pestilencia. Los bebés se cocían al sol en el regazo de padres con la mirada perdida, descansando durante las horas de más calor, recuperando fuerzas para continuar un viaje que no querrían haber comenzado, que no han tenido más remedio que emprender.

Algunos habían conseguido ser admitidos en el 'centro de recepción' (eufemismo, hasta hace poco se llamaba centro de detención). Todos los refugiados que pasan por Lesbos tienen la obligación de conseguir un documento oficial, algo así como un salvoconducto, en el que se les indica que tienen seis meses (en el caso de los sirios) o un mes (en el caso de los afganos) para abandonar el país. Ya está, eso es todo. Durante días la gente espera dentro del centro de acogida, encerrados, sin baños para todos --tenían que usar botellas de plástico como alternativa "higiénica" a hacerlo simplemente en el suelo del pabellón que compartían--, con problemas en el suministro de agua potable.

En ese lugar, lo más parecido a una zona de guerra que he visto en mi vida, conocí a Angel , que en realidad no se llama así, sino con otro nombre árabe que suena muy parecido. Angel era un chaval de mi edad, bastante elegante, con una camisa bonita, unos vaqueros similares a los míos y zapatos clásicos. Tenía la mirada alegre y mucha energía. Chapurreaba inglés y, además de contarme que era del Real Madrid y considerar que Luka Modric es el jugador con más clase del equipo, me dijo que había llegado andando desde Afganistán hasta Turquía.

1.500 EUROS Una vez en la costa turca pagó más de 1.500 euros por un espacio en una lancha neumática, una cosa apenas más estable que una balsa de juguete. En ella y junto a decenas de personas más había navegado finalmente hasta Lesbos.

Sonreía él ya en tierra firme rodeado del grupo de amigos que había ido conociendo por el camino. Angel nos contó que una de las balsas que salieron junto a la suya no lo consiguió. "Murieron todos, mujeres, niños", explicó sin dramatismos, como el que acepta que estas cosas tienen que pasar.

Angel me dio su contacto en Facebook y desde entonces también somos amigos en la red social. Allí vi sus fotos antiguas en las que aparece jugando al fútbol con unas impresionantes montañas afganas de fondo.

Pero a parte de las fotos, durante varias semanas no volví a saber nada de él. El mensaje que le escribí en el que le preguntaba ¿qué tal? seguía sin ser leído.

Hasta hoy. Me ha escrito y me ha dicho que está bien, que está en Dinamarca. Y a mí casi se me escapa una lágrima a la vez alegre por su triunfo y triste por que alguien tan parecido a mí, con los mismos sueños y ambiciones, haya tenido que pasar por una odisea que casi le cuesta la vida.

Angel no es diferente de los cientos de refugiados que estamos viendo estos días por televisión. Son personas normales que han tenido la mala suerte de encontrarse con la guerra y que han abandonado sus hogares para enfrentarse a la incertidumbre del camino. Muchos de ellos mueren silenciosamente sin aparecer en las noticias. Los que lo consiguen son los privilegiados. Está en nuestra mano recibirlos con alambres de espino o con la solidaridad del que está mirando a otro ser humano.