TSteguramente mi primer beso se lo di a una chica pecosa de ojos claros llamada Isabel que estudiaba en el colegio de las monjas de mi pueblo natal. Fue contra la pared lucida de una vetusta casa solariega a las traseras de una calle principal. Nacía la noche de un junio ya veraniego y sobre el firmamento se alzaba una inmensa luna de embrujo que nos imantaba. Sudaba, temblaba y exhalaba una fragancia floral que nunca he vuelto a oler en mi vida. Adolescentes ambos, ardientes y atrevidos, nuestros labios resecos se rozaron y se abrieron para decirse con la piel lo que la mente no callaba. Un latigazo en el bajo vientre y la voz chillona de una de sus amigas que la buscaba, me dejó clavado frente a su rostro, en un escorzo entre estúpido y estupefacto.

Paula es el nombre de la chica que me enseñó a besar. Un par de años mayor que yo, quizás. Fue en el parque que hay frente a mi calle, camino de la estación. Jugaba yo a cazar lagartijas con los chavales de mi panda. Agostaba y sudábamos a mares. Corría por una de las veredas buscando una fuentecilla para saciar mi sed, cuando me topé con un grupo conocido de chicos mayores que parloteaban en torno a una banca. Me invitaron a acompañarles y no pude eximirme de participar en un juego que consistía en elegir parejas por sorteo y que los obligaba a irse a dar una vuelta a hacer lo que a bien tuviesen, y venir después a contar las peripecias acontecidas en el trasiego. Como hacía impar, se ofreció Paula --cara redonda, cabellera ensortijada, labios carnosos, falda corta y piernas bien torneadas--, para dar conmigo el paseo. Me llevó lejos a un tupido recodo, y como yo no actuaba, me pidió que la besara. Le dije que no sabía y me miró con incredulidad. Al ver mi expresión bobalicona, sonrió y me dijo ven. Me pegó a su cuerpo, abrió la boca, y me ordenó repetir lo que hiciera. Sus labios, sus dientes, su lengua, jugaron con los míos --pudorosos, inocentes--, durante una eternidad. La piel se me erizó, las manos me sudaron y los músculos se me aflojaron. Poco a poco aprendí que los labios se relajan, que los dientes muerden y la lengua se mueve como una serpiólida. Era la magia encarnada en la boca sensual, morbosa y sapiente de una chica que me enseñó el lascivo oficio de besar.

Pero era del último beso de lo que íbamos a hablar- El problema es que ahora no puedo decir ni a quién se lo di, ni cómo ni dónde. No sería prudente ni cortés, podrán suponerse, ¿verdad?