El día 31 de agosto de 1937, en plena Guerra Civil, el famoso escritor ruso Mijail Koltsov daba cuenta del sofocante calor que asolaba los resecos campos zaragozanos, en medio de los terribles combates en torno al pueblo de Codo. Pues ese mismo día veía la luz, en el lugar de Santibáñez el Bajo, Ramón Díaz Santos, hijo de Simón Díaz Hernández y de Tecla Santos García. No eran aquellos años propicios para asistir a la escuela. Los brazos mozos andaban en el frente y se hacía bueno aquel refrán de "el trabajo del niño es poco, pero quien no lo aprovecha es tonto".

Ramón no supo lo que era un pupitre escolar y gracias puede dar hoy de no haber sido bombardeado por la sectaria educación nacionalcatolicista que se impartía en la España fascista, hambrienta y represora. Pero Ramón gozaba de innata inteligencia y sabría aguzar su ingenio ante las fatalidades de su tiempo. Medio descalzo, le tocó trotar detrás de las ovejas. De otros pastores aprendió "cuentos y barañas", y su madre le enseñó coplas y romances que ella había asimilado por transmisión oral. Si viviera su tocayo Ramón Menéndez Pidal, seguro que disfrutaría de lo lindo sentándose a su vera y anotando en su cuaderno de campo los muchos romancillos que atesora en su sesera. O un Julio Camarena Laucirica, el que tanto investigó sobre los cuentos. Y aparte de cuentos y romances, Ramón continúa siendo todo un arca ambulante de cultura oral, ya sean saberes paremiológicos, farmacopeicos o míticos y legendarios.

En la mili, Ramón aprendió las cuatro reglas y algunas cosas más. Más tarde, se casó y entró a trabajar en propiedades de uno al que decían Ti Juan 'El Tardío', oriundo de la pedanía de El Bronco y con muchas fincas bajo su comando, y al que motejaban de tal guisa porque referían los paisanos que se quedaba dormido sobre las caballerías y siempre llegaba tarde a todas partes.

Como lo suyo era pastorear ovejas, oficio que tenía más que sabido, rompió las fronteras de su pueblo y se largó a las fincas de 'Berrocoso' y 'Membrillares', por términos de Guijo de Granadilla y por donde anduvo a lo largo de 17 años. Pasó, más tarde, a territorios del pueblo de Jaraicejo, pateándose, como guarda, las posesiones de Florencio López Castaño y hermanos, que procedían de Granadilla y, como constructores, habían hecho una más que regular fortuna. Sería en este época cuando Ramón, aparte de su afición a la caza y a la pesca, pondría mayor énfasis en desarrollar las habilidades de sus manos, genética herencia de su padre, que ya fue afamado artesano de la madera.

Si el curioso visita el taller de Ramón Díaz en el barrio de 'La Cuesta' de la localidad de Santibáñez el Bajo, quedará gratamente sorprendido. Allí se exhiben docenas de piezas artesanas, fabricadas en corcho y en madera, que evidencian las diestras manos del artista. Ramón sale en busca de la madera por esos campos de Dios y del diablo. En las márgenes del río Cáparra se aprovisiona de ramas de fresnos, que, según él, es la mejor madera, pues "no se abri nunca". También tiene en gran estima a la madera de los 'azaócih' (sauces).

Ramón ha perdido ya la cuenta de las exposiciones artesanas en las que ha participado. Le han entregado diplomas y otros galardones, pero a él no se le suben a la cabeza. Sigue, en su jubilación, igual que de costumbre, con la sencillez del pastor que siempre fue, pero soltando, cada dos por tres, en la conversa, un refrán, una sentencia o la chispa de un chascarrillo.