Dos brillantes bombillas blancas iluminan la carpa que los trabajadores sociales, todos sierraleoneses, han desplegado cerca del autobús, aparcado hace un par de horas en una céntrica y conflictiva zona de Freetown. Se encuentran rodeadas de mosquitos, pero gracias a ellas los niños que viven en la calle de la capital sierraleonesa pueden verse unos a otros y atender a Jorge Crisafulli, director de Don Bosco Fambul, la entidad precursora de este proyecto junto a Tubasa, la Fundación extremeña Atabal y la Agencia Extremeña para la Cooperación Internacional y el Desarrollo (Aexcid). Los pequeños, que tienen entre 10 y 17 años en su mayoría, escuchan atentos.

Antes, un pequeño grupo sube al autobús. Allí, con una pizarra, improvisada cerca de la puerta trasera, uno de los trabajadores sociales recita el decálogo de los derechos humanos. Los niños escuchan, aprenden y repiten. La unidad móvil también se creó para esto, para permitir un acceso a una educación a quien no tiene ni un techo para vivir. Unos ventiladores, instalados dentro del vehículo, alivian el sofocante calor. «Tenemos derecho a la libertad, derecho a la dignidad y derecho a estar protegido por la ley. La ley de Sierra Leona nos ampara. No puede venir la policía para robarnos y llevarnos cuando ellos quieran», alecciona uno de los alumnos ante sus compañeros. Es una forma de empoderarles, de proporcionarles otras armas para sobrevivir en la calle.

Muchos de los pequeños son huérfanos de padre y madre. Otros se han visto obligados a vivir de aquí para allá por problemas familiares. Y también los hay a los que han echado de casa por robar el dinero de una docena de huevos, de una bolsita de agua o la compra del día del mercado. Menos de tres euros, normalmente, en todos los casos. Cerca, una enfermera local cura a los que lo requieren, pues los niños, fuera de este autobús, no tienen acceso a ningún tipo de sanidad. «Puede que te duela un poco», advierte mientras aplica agua oxigenada a Ramadal, de 14 años, que ha llegado con dos aparatosas heridas en su pierna izquierda.

Fuera se escucha el ruido del generador que posibilita que las bombillas iluminen la calle, sin farolas ni ninguna otra luz artificial. Mientras los trabajadores sociales preparan los platos de arroz con una salsa de carne y pescado, los niños aprovechan para jugar a las damas, al parchís y a diferentes juegos de mesa locales. «Es una forma de obtener información, de que puedan confiar en nosotros», explica Sahr John, que vigila la escena y se detiene cada poco tiempo a charlar con los menores.

De todos los niños que se acercan al autobús se guarda, además, una ficha con sus datos principales. Nombre y apellidos, necesidades urgentes, tiempo de estancia en la calle… «El primer día vinieran 55. Hoy (por el viernes pasado) han venido 65», explica. El vehículo realiza estos recorridos cuatro veces a la semana, de modo que, durante el tiempo restante, los trabajadores sociales pueden ordenar y analizar todo lo recabado.

Tras los juegos, el plato de arroz, el plátano de postre y las curas, Crisafulli se sienta junto a ellos, todos formando un corro, y comienza a charlar. Lo hace en inglés y utiliza a Diego Armando Maradona, futbolista e ídolo argentino, para explicar valores. «¡Él lo tenia todo! Fue campeón con Boca Juniors, después se fue al Barcelona y, más tarde, volvió a ganar campeonatos con el Nápoles. Pero por el alcohol, por la droga, por su mala vida… Lo perdió todo. Tenéis que tener un sueño, pero no puede ser tener dinero. Debéis soñar con ir al colegio, con estudiar, con ir a la universidad… ¡Pero no con tener dinero!», explica. Todos lo escuchan. Y muchos se convencen. Cuando termina, el autobús recoge los bártulos y los pequeños se van poco a poco con los estómagos llenos. Algunos se le acercan. «Sí, yo quiero ir al colegio. Quiero estudiar», prometen. Y, quizás, puedan soñar con ello esta noche.