Me van a permitir que esta semana no utilice esta página para hablar de Angela Merkel o de la crisis. Que no escriba sobre los alemanes ni entreviste a ningún emigrante extremeño. Espero que no les importe que esta vez no les descubra nada nuevo y que, simplemente, les hable de Cáceres. Porque lo echo de menos. Echo en falta quedar a las cinco de la tarde en el Bombo, a pesar de que ya nunca más tendré quince años y de que probablemente los adolescentes ahora queden en otro sitio. Echo de menos encontrarme siempre con algún conocido por Cánovas, quedar para unas cañas en los Maestros o para una pachanga en la Ciudad Deportiva. Y si esa pista está cogida, siempre podemos ir a otra. Será por pistas.

Añoro las cañitas nocturnas en la Travi o en el María, las risas en el Oxígeno, los bailes en La Calle, las historias sentados en algún banco de los Fratres. Las pipas en el Parque del Príncipe, los pinchos de prueba, las macetas en los soportales de la Plaza o el cafelito con hielo en la Madrila Alta. Y no se me olvida que estamos en primavera, la época del Womad, el Extremúsika, la Feria...

Tampoco se me pasa por alto que probablemente ese Cáceres ya no exista. Me vine a Alemania hace unos meses, pero dejé la ciudad hace algunos años y, desde entonces, en cada uno de mis regresos de fin de semana, me encontré con que algo había cambiado. En algunas ocasiones era algo tan pequeño como el nombre de una tienda. En otras, algo tan evidente como toda la Plaza Mayor. "¿De verdad necesitamos chorritos de agua en las baldosas?", pregunté indignado la primera vez que me tuve que levantar del suelo.

No sé hacia dónde camina Cáceres. Veo con preocupación los cambios, como si fuera un anciano de 25 años que teme quedarse atrás en su propio hogar. Pero veo con más preocupación los no-cambios: que sigamos sin una programación cultural estable, que el teatro sea para las minorías, que resulte tan complicado encontrar un concierto en acústico, que a los jóvenes se les expulse al ferial para que no creen problemas. Y aún me preocupan más los cambios a peor: que desaparezcan las salas de cine, que se cancelen los grandes festivales o que cierren los pequeños locales...

XEN REALIDADx tengo que confesar que soy un converso. Hasta que me marché para estudiar fuera, yo era el típico cascarrabias que se metía todo el rato con Cáceres. "Aquí nunca pasa nada", "siempre vamos a los mismos sitios". Pero empecé a vivir un poco más lejos y la perspectiva cambió por completo. Quizá fue porque me di cuenta de que si los extremeños no defendemos nuestras raíces, nadie lo va a hacer por nosotros.

Durante mis años de universidad en Madrid descubrí un patrón que me asustó un poco: las aulas estaban llenas de hijos de inmigrantes extremeños, pero muchos de ellos no se sentían de nuestra tierra y, lo que era aun más triste, apenas visitaban ya sus pueblos. Una sola generación y el lazo se había perdido. ¿Qué nos pasa a los extremeños? Los gallegos mantienen durante generaciones y generaciones su morriña y nosotros preferimos callar a explicar dónde está Alcántara. ¿Por qué nos cuesta tanto sentirnos orgullosos? Es cierto que somos una de las comunidades más pobres económicamente, pero tenemos una cultura histórica y natural que podría ser la envidia de cualquier país europeo. Y se lo digo en serio: con medio pueblo extremeño les montan un museo en Berlín y se llena.

Pero no. Salimos y agachamos la cabeza, como si nos avergonzara venir de donde venimos. ¿Cómo nos puede dar vergüenza hablar de Monfragüe, de la Vera, del Jerte, de la majestuosa Mérida, de la joya que tenemos enclavada en Cáceres...?

Poseemos un largo etcétera que necesitamos exportar. Extremadura podría ser un centro turístico mundial. De verdad. No se lleven las manos a la cabeza. Tenemos una de las regiones más bellas de Europa y nosotros estamos más preocupados por si por fin nos abren El Corte Inglés.