El cromatismo que desprenden Las Hurdes cuando otoño es otoño extasía las pupilas de todo mortal. Los castaños, colgados de las sierras, muestran vistosas vestimentas, desde los cremas a los carmesíes. Contrasta el reverde de las hojas de las madroñeras con sus rojísimos frutos. En intrincados y pedregosos rincones, las residuales encinas rupícolas extienden sus raíces por donde pueden. Corren regatos y gargantas por doquier. Las nieblas trepan desde los valles a las cúspides de las montañas. Los liliputienses huertecillos, asentados prodigiosamente sobre bancales de piedra seca, anuncian la presencia de recogidas aldeas, donde sus antiguos cascos pizarrosos recuerdan a los poblados del Calcolítico, habitados por comunidades pastoriles que practicaban, también, una rudimentaria agricultura caza y pesca.

En el territorio hurdano quedan muchas huellas de aquellos antepasados prehistóricos. Incursionar a través del mes de noviembre, cuando los días comienzan a ser más cortos y la nieve asoma en lo alto, nos trae forzosamente el recuerdo de los antepasados difuntos. En Hurdes, como decía el antropólogo Maurizio Catan, "los paisanos siempre vivieron virtualmente con sus muertos y los soñaban con frecuencia".

La huella céltica de la festividad del Samhaín está muy presente en la tradición funeraria de la comarca. Al igual que las antiguas comunidades de pastores llenaban de singularidad sus fiestas de los muertos, en el territorio de Las Hurdes se han venido manteniendo, en torno a la festividad de Todos los Santos, una mezcolanza de viejos ritos, donde las antiguas creencias se confunden con las gotas de agua bendita que las salpicaron.

Tamboriles, gaitas, cánticos, danzas y el mucho comer y beber caracterizaron el "Samhaín jurdano", celebrado en las antiguas eras donde se trillaba el mijo y el centeno, cereales básicos en la dieta de estos montañeses. Se sucedían pasacalles y petitorios de ánimas, mientras las campanas, allá donde había ermita, repicaban jubilosamente. No faltaba la hoguera de ánimas, unas migas de pan y un chorro de vino, mientras se decían unos latinajos y se cantaban unos extraños gorigoris por parte del "zajuril" de la alquería o por otro vecino con cierta ascendencia sobre los demás.

Después de las bendiciones y cantares sobre la lumbre, se repartía el "Pan de ánimah", amasado con anises y del que todos debían coger un trozo, a la vez que echar un trago de vino del año endulzado con miel.

COSTUMBRE Costumbre fue en alguno de los pueblos de estas serranías el matar la víspera de esa jornada un macho cabrío, cuya carne había que consumirla por completo. Se decía que el personal tenía que comer y beber a "jinchapelleju", pues se pensaba que las ánimas estaban también en la era y comían y bebían por boca de los presentes.

Y, además, cantaban y danzaban, por los que algunos acababan extenuados, echando los bofes por la boca. Refieren los más mayores que no podía faltar el buen holgar al caer las sombras de la noche y después de haber llenado la andorga con la "carvochá" (asado de castañas) y las "píntah" de aguardiente. De aquí que mozos y mozas acostumbrasen a poner en práctica el "rejuiju" y el "retozu", juegos cargados de numerosas connotaciones eróticas, cuasi lujuriosas.

Figura destacada era el "Animeru", que llevaba un saco a cuestas cargado de castañas, que iba arrojando hacia lo alto, a la vez que gritaba: "¡Castañah pa lah ánimah bendítah!". Le acompañaba un compañero, que portaba una esquila y un cirio.

Otros personajes eran los "Calabazónih", ataviados con sayas largas y negras y que llevaban metida la cabeza en una calabaza ahuecada, donde se habían practicado unas aberturas. También se paseaban de un lado a otro, brincando como un corzo, el "Cenizu", vestido de forma estrafalaria, imitando a veces a un esqueleto, que se encargaba de pintar, con un tizón apagado o con un corcho quemado, varias cruces sobre la frente u otras partes de los asistentes a la fiesta. Nunca faltaba el "Corru de ánimah", cuando todos se agarraban por las manos y formaban un gran círculo. Se hacía al final del día y, entonces, se recordaba a los antepasados.

Tras la tenebrosa pero a la vez colorista y divertida fiesta de las ánimas, no tardaban en llegar otros ritos relacionados con las matanzas familiares. Relatan antiguos informantes que el día de la Pura bajaba de la sierra la "Chicharrona", apenas venir el día. Era una mujerona que gastaba una enormes "cháncah" y venía toda envuelta en pellicas de cabra. Tenía una cabellera rubia y muy larga. Era la que traía la licencia para que la gente pudiese hacer la matanza. Los muchachos salían a primera hora a las afueras del pueblo, a esperar a la "Chicharrona". Iban tocando tapaderas de latón y zambombas que hacían con pucheros viejos.

"La Chicharrona" obsequiaba a la chiquillería arrojando puñados de nueces, castañas e higos pasos. Procuraba besar a los zagales, y a los que no se dejaban o se burlaban de ella los perseguía y les daba porrazos con una tripa o una vejiga de gorrino que estaba llena de agua.

En tal fecha, se hacía una gran hoguera en una plazuela o en el "volveeru", donde los muchachos asaban unos chorizos, conservados en aceite para este día, que les entregaban los vecinos. También asaban patatas. Cuando estaban en este quehacer, asomaba el "Chicharrón", otro pintoresco personaje que se marcaba varios bailes con la "Chicharrona", en derredor de la fogata y al son de los tamborileros, que nunca pueden faltar en la fiesta.

Por la noche, los mozalbetes daban rondas por las aldeas, metiendo mucho ruido con cencerros. Decían que era para alejar brujas, espantándolas para que no viniesen a maliciar las chacinas de las matanzas.

La Corrobra Folklórica y Etnográfica "Estampas Jurdanas" recreará y dará vida el próximo día 14 a todo este rosario de curiosos y antiquísimos rituales. La jornada se desarrollará en la aldea de El Mesegal, a caballo entre Caminomorisco y Pinofranqueado. Los vecinos de dicha alquería colaboran desinteresadamente, coordinados por el biólogo Fernando Pulido y su compañera Ana Cazorro.