Más de una década después de adaptar una novela de Barry Gifford en ´Perdita Durango´ (1997), Alex de la Iglesia vuelve a levantar una película a partir de material ajeno. El director de ´La comunidad´ (2000) se aleja de su universo personal, inconfundible y admirable, para adaptar una novela del argentino Guillermo Martínez, de la que recrea con fidelidad su ambiente elegante, frío y distante, y la naturaleza ambigua y retraída de sus personajes, la mayoría sospechosos de la serie de asesinatos sobre la que versa ´Los crímenes de Oxford´. De la Iglesia también plantea el enigma, articula las pistas y formula su resolución como en el libro, con la acción en un segundo término y el diálogo entre los personajes casi como la única guía de la que dispone el lector-espectador para seguir el desarrollo. Pues bien, esa atracción por un universo ajeno y el deseo de adaptar con fidelidad un texto poco cinematográfico y muy discursivo derivan en una película con chispazos de talento (véase, por ejemplo, el juguetón plano secuencia que encadena a todos los sospechosos de la serie de crímenes), pero en exceso irregular. En lo que a personajes se refiere, la conexión entre los de ´Los crímenes de Oxford´ y los que pueblan la filmografía del autor de la fundamental ´El día de la bestia´ (1995) es casi inexistente. Pero, nostalgias aparte, el problema no está en la ausencia de los personajes que De la Iglesia mejor conoce (el perdedor de a pie es canjeado por los falsos ganadores), sino en su dificultad para dar entidad a los que ha tomado prestados del libro de Martínez. La identidad misteriosa, la inteligencia caprichosa y el ingenio de los personajes principales, un profesor de lógica (John Hurt) y su alumno aventajado (Elijah Wood), se plantean de un modo demasiado artificioso, lo que resta fluidez y credibilidad a sus conclusiones sobre los crímenes en los que se ven implicados. Lo forzado de los gestos y las decisiones de los personajes hace que sea muy difícil conectar con ellos y entrar en sus charlas para intentar sacar conclusiones. Abrumado por el exceso verbal, por un sinfín de diálogos cifrados --algunos cansinos-- que viajan en paralelo a la acción (debería haber mayor comunión entre lo que se explica y lo que acontece), el espectador no tiene más remedio que convertirse en observador pasivo de un enigma que le habría gustado, como mínimo, intentar resolver. DESIREE DE FEZ