El parlamentarismo extremeño es tremendamente pobre. Al menos a juzgar por lo visto (y oído) en el que llaman Debate de la Región. Si esto es lo mejor que pueden ofrecer los diputados extremeños no cabe sino llorar. La Asamblea de Extremadura padece de cierto encanijamiento verbal. De cierta afasia. No entro en el porqué de tal despropósito, simplemente lo constato. Por lo demás bien. El aire acondicionado seguía soplando a todo trapo; tuve que refugiarme de la ventisca en los lavabos, y los lavabos también bien. Muy limpios. Es una alegría ver cómo nuestros impuestos se gastan con tanta higiene.

Del despropósito oratorio se salva (a los puntos) José Antonio Monago. En su primera intervención estuvo magnífico. Dominó la gesticulación y supo dar valor a los silencios. Utilizó el tono preciso y puso el énfasis conveniente a cada una de sus palabras. Y, lo más importante, fue el único de los aspirantes a tribuno que supo ganarse la atención de los presentes. Presentó un discurso sencillo, sin nada que requiriera de hondas reflexiones previas, pero que le permitió comunicar con facilidad su mensaje. Se mostró ordenado y, salvo en sus últimos minutos en que las ideas se le fueron enredando, no perdió el hilo. En su segundo turno bajó un tanto.

La intervención de Jara Romero fue de lo peor. De verbo apagado, mortecino y tristón. Sin ritmo. Simplona. Predecible. Todo lo lamento sinceramente. Y más después de la facundia que demostró Álvaro Jaén el día anterior en rueda de prensa. Jaén estuvo soberbio. Cuarenta o cincuenta palabras le bastaron para decir mucho más, y mucho mejor, que su compañera en cuarenta o cincuenta minutos. Fueron estas palabras de Álvaro Jaén, probablemente, lo mejor del debate, y, curiosamente, no se pronunciaron en la tribuna. Me quedo con las ganas de oír al joven podemi?s?ta. Progresa adecuadamente.

De Victoria Domínguez poco puedo decir que no sea malo. Probablemente quiso darle rigor a sus palabras, pero resultaron anodinas y sin pulso. De mero trámite. Comprendo que esto de intervenir en un debate parlamentario, si se quiere no desmerecer, exige cierto esfuerzo y cierta dedicación. Y sé también que quizá no tenga recompensa. Pero ya que nos hemos metido a artistas de circo y ya que nos toca pista, no estaría del todo mal dedicarle a los leones algo más de tiempo.

Valentín García cotizó a la baja. Y mucho. Le recordaba más afilado. Rotundo a la vez que cortante. Nunca fue especialmente elevado, por supuesto, pero sí capaz de atraer y retener la atención de los asistentes. Y, sin embargo esta vez, se mostró romo y algo espeso. Falló. Lo triste es que cuando Valentín resbala el debate se desbarata.

De Guillermo Fernández Vara ya les hablé ayer. El mayor pecado, y tuvo muchos, de su discurso de apertura fue la ausencia de toda emoción. Luego, en su respuesta conjunta, no acabó de remontar el vuelo. Fue un rosario de retales. Aún así estuvo mejor que el día anterior. Le salvó el que parecía hablar con sinceridad. Virtud, la de parecer sincero, que es muy conveniente al político y muy rara de ver.

Acabo. La tribuna de invitados más clara que años atrás. Las cuestiones debatidas apenas debatidas. Conclusión: con independencia de las buenas voluntades resulta palmario que nuestro debate parlamentario es raquítico. De tercera. Y, por supuesto, es impensable llevar a nuestros universitarios a la Asamblea para que disfruten y aprendan a debatir. Mejor no.

Y poco más puedo contarles. Siendo las trece treinta del miércoles veintisiete de junio de 2018 abandono la Asamblea. Dejo en el uso de la palabra a la Doña Jara Romero y me voy al muy cercano restaurante La Tahona. No solo de crónicas parlamentarias vive el arriba firmante. Pero eso ya se lo cuento mañana viernes. En este mismo periódico, por supuesto.